Desde que Arthur Miller vino al mundo un 17 de octubre de 1915 en el barrio neoyorquino de Harlem, en una familia de inmigrantes judíos, parecía estar llamado a encabezar la renovación que el teatro americano pedía a gritos. Más de un siglo después, se puede asegurar que sus textos marcaron un antes y un después en la historia reciente del teatro, sumándose a la revolución iniciada por el padre del teatro norteamericano, Eugene O’Neill, y en la que compartió protagonismo con Tennessee Williams. Junto con el autor de La gata sobre el tejado de zinc, el dramaturgo neoyorquino contribuyó a derribar el mito americano a través de obras pobladas por entrañables perdedores que tocaban de forma excepcional la fibra del espectador.
Todos eran mis hijos, ‘Muerte de un viajante’ o ‘Las brujas de Salem’ son hoy patrimonio cultural de la humanidad por la universalidad de sus conflictos, una característica definitoria de la escritura de Miller, que entendía el buen teatro como «aquel que conseguía demostrar que la raza humana, a pesar de toda su variedad de culturas y tradiciones, es esencialmente una», tal y como manifestó con motivo del II Día Mundial del Teatro en 1965.
Sin esa capacidad catalizadora de los conflictos del ser humano, la historia del teatro no podría presumir hoy de personajes tan complejos y golosos como el viajante Willy Loman, el protagonista de ‘Muerte de un viajante’, en cuyo drama se concentra una acerada crítica al capitalismo y la explosión de genialidad que le consagró como autor a sus 33 años. No en vano, le mereció el premio Pulitzer de Teatro, y su estreno en 1949 en Nueva York alcanzó las 742 funciones, bajo la batuta de Elia Kazan, quien la defendió como su obra favorita entre todas las que había dirigido por ver reflejada en ella a su propia familia.