El edificio dispone de 18 pozos de 125 metros de profundidad que le proporcionan suficiente energía geotérmica para cubrir el 90% de sus necesidades tanto en frío como en calor. Cuenta también con paneles fotovoltaicos; con una cubierta depósito para recoger el agua de lluvia con capacidad suficiente para cubrir el riego de la huerta y los invernaderos durante todo el año; en su construcción han sido utilizados materiales reciclados, tanto en los solados cerámicos como en los vidrios o el aluminio y, además, dispone de tomas para carga de vehículos eléctricos. Mereció por ello, en 2014, el reconocimiento como Mejor Restaurante Sostenible del mundo. Lo cual, así dicho, no garantiza que se coma bien. Definitivamente, lo que hace especial al restaurante Azurmendi es, sin duda, Eneko Atxa, un chef enamorado de su trabajo, avalado por tres estrellas Michelin, que parece situarse, por carácter y por convicción, en las antípodas de esta creciente generación de colegas mediáticos y que ha construido, con la coherencia que proporciona la claridad de ideas, un auténtico templo del gusto, en todos los sentidos posibles de la palabra.
Sabores por encima de artificios
En un alto a las afueras de Bilbao, a apenas 15 km y ya en la localidad de Larrabetzu, se alza, por un lado, el Bistró Prêt à Porter, un amplio edificio de maderas vistas en el que Atxa ofrece menús diarios, a unos 30 euros, para acercar al cliente su propuesta de sabores rotundos. Enfrente, la bodega Gorka Izagirre, la idea con la que el tío del chef –que le da nombre– le animó a iniciar esta aventura juntos; un homenaje al vino de la tierra, txakoli, tratado con el mimo suficiente para colocarlo a la altura de cualquier otro buen blanco. Por último, unos metros más arriba, casi semicolgado en el aire, se encuentra Azurmendi Gastronómico, profusión de cristales, luz natural a raudales y el lugar en el que Eneko Atxa despliega su forma de entender la cocina. Difícil de definir, por mucho que los medios nos empeñemos en hacerlo. Valgan, quizás, dos ideas. La primera, robada a un crítico gastronómico inglés, sitúa sus creaciones al margen de lo que este especialista llama ‘cocina de Harry Potter’: no hay abundancia de efectos especiales, ni humaredas que se despliegan al descubrir el plato, ni trampantojos.
La segunda idea es evidente cuando se visitan los huertos que rodean el espacio y el invernadero de semillas locales en peligro de extinción; también cuando se habla con Atxa y se prueban sus platos: pasión por el producto local, casi como una bandera sentimental pero también como un hospitalario escaparate para mostrar al visitante las esencias del lugar. Ese expresión tan manida de ‘respeto a producto’ cobra aquí todo su significado. “La cocina –dice– es un lenguaje universal que habla de quiénes somos, de dónde vivimos, de nuestra cultura en definitiva. Y esa sensibilidad que nosotros tenemos hacia el entorno, hacia las personas que conviven con nosotros, se ve reflejada también en la mesa”. Por eso, Azurmendi no solo da prioridad a la materia prima local, también a los productores locales e incluso a los artistas de la zona. Una escultura de Miguel Lertxundi, que ha hecho de la madera, el hierro y la piedra la base de su universo artístico, preside la entrada del local. No es la única obra de arte expuesta. A veces, cuando le oyes hablar, da la sensación de que Eneko Atxa se ha echado sobre la espalda la responsabilidad de no crecer solo, de diseminar parte de su éxito para que germine también a su alrededor.
¿Podría existir Azurmendi en otro lugar? “Podríamos trasladar parte de nuestra esencia, de nuestra filosofía, pero la casa madre, Azurmendi, no se entendería como tal si no hubiera nacido aquí”.
Ya hay, sin embargo, alguna aventura en el exterior, en Tailandia nada menos, en Phuket, gestionado por un equipo autóctono que, antes de abrir, en 2013, estuvo casi un año entero en Azurmendi, “para que se empapara de la filosofía de la casa, de cómo trabajamos, de cómo queremos hacer las cosas”. Londres fue el siguiente destino. Allí, la cocina de Eneko Atxa aterrizó en el hotel One Aldwych, “un proyecto de esencia muy vasca, pero más informal y desenfadado”. El restaurante está ubicado en el barrio de Covent Garden, donde se concentran la mayoría de los teatros londinenses.
Quizás una tercera idea, más mundana, ayude en ese infructuoso intento de describir ante qué tipo de restaurante estamos cuando visitamos Azurmendi: la experiencia, que incluye pícnic de recibimiento; paseo por una especie de laboratorio de aromas y texturas, en el que el algodón se transforma en manjar y el olor de la trufa se mastica, e incursión en la cocina antes de sentarse en la mesa –decenas de cocineros casi en formación, brazos cruzados a la espalda para no malestar mientras llega el momento de intervenir; voces de “oído” lanzadas al unísono como si de una coral se tratara–, es sencillamente inolvidable.
En torno a la mesa
No hay tópicos en la biografía de Eneko Atxa que explique cómo ha llegado hasta aquí. Ni se refugiaba en las faldas de su madre cuando ella cocinaba ni recuerda un aroma que destapara de repente las esencias de su talento. “Pero sí me enseñaron la importancia de la mesa en las casas. En las que se construyen ahora, hay cocinas muy pequeñas y salones muy grandes y antes era todo lo contrario, y la cocina era el punto de encuentro, donde uno se sentaba a compartir y la comida era el hilo conductor de ese momento. Probablemente, si tuviera que buscar por qué soy cocinero tenga que ver con algo de eso”. Así que, teniendo claro que no quería ir la Universidad, se puso a trabajar en la cocina y acabó estudiando en la Escuela de Hostelería de Leioa. El aprendizaje constante y la posibilidad de llevarlo a la práctica acabaron por engancharle. Cuando, aún con solo 25 años, su tío Gorka le sondeó sobre la posibilidad de construir algo juntos, entre la pasión de uno por el txakoli y el talento de otro en los fogones, comenzaron a fraguarse los cimientos de Azurmendi. Sorprende imaginar que en la mente de alguien tan joven cupiera ya un proyecto tan original y definido. “Siempre hemos intentado aportar un punto de vista muy personal –explica–. Cuando me preguntan qué cocina me gusta, digo que me gustan todas, pero que solo sé hacer una, la mía”.
Atxa suele hablar en plural, en nombre de las 50 personas que allí trabajan; medio centenar para dar de comer, como mucho, a unas 40 personas en cada turno, son las que caben en el Azurmendi Gastronómico. Imposible que sea barato. “Cuando hablamos de la sostenibilidad –explica– también hablamos de la económica. Azurmendi tiene que ser capaz de generar ingresos para pagar a los trabajadores, a los proveedores, a los bancos y, por último, a nuestra propia cabeza. Para crear riqueza en el entorno –vuelve esa responsabilidad a su discurso– debemos ser un negocio rentable”. La concesión de la tercera estrella Michelin, reconoce, fue el momento profesional “más formidable” de su vida, “un sueño”. ¿Cómo lo celebró? “Trabajando”. El mejor antídoto contra el acomodamiento. “Cuando llegue la una –hora a la que entran los primeros clientes– nosotros ya nos habremos despojado, y lo recordamos a diario, de todo lo conseguido hasta ayer. Todo lo que hicimos hasta ayer, hoy a la una ya no vale nada. Estamos aquí –añade en términos tan contundentes que parecen superar la mera formalidad– para dar placer a las personas que se acercan a nuestra casa”. Ostra, tartar y licuado de algas; erizo de mar, emulsión, jugo y barquillo; rape en costra de ibérico, terrina de sus interiores y emulsión de salazones o piña, apio y cardamomo son algunas de las palabras con que en Azurmendi se conjuga la palabra placer.