Cinco minutos de celebridad en la alfombra roja de Venecia

Cinco minutos de celebridad en la alfombra roja de Venecia

Cinco minutos de celebridad en la alfombra roja de Venecia

Hay una canción del cantautor Francesco Guccini -muy melancólica como son casi todas sus canciones, como Venecia misma- que empieza así:

Venecia que muere, Venecia apoyada en el mar;La dulce obsesión de sus últimos días tristesVenecia la vende a los turistasQue buscan entre la gente Europa o el Oriente

La escribió en 1981 y desde entonces algo ha cambiado, algo se ha quedado inmutado, eterno como la fascinación de esta ciudad flotante, que parece una maqueta.A día de hoy Venecia sigue muriendo, aunque no acaba de exhalar el último respiro. Yace en su cama de agua, quieta, plácida, plúmbea, moribunda, tal y como la retrató Mann en una de sus obras maestras; y en esa perpetua precariedad tan suya, en ese equilibro entre existir y desaparecer debajo del mar, luce bella, como casi todas las cosas en vilo entre la grandeza y la ruina.

Bella y, aun así, triste, pese al sol deslumbrante de una mañana de finales de septiembre, a los reflejos centelleantes del agua, a las estelas espumosas de los barcos que surcan los canales. En esto también Guccini tenía razón: Venecia es la ciudad del spleen.Turistas, eso sí, hay menos: los efectos de la pandemia aún perduran. Los que hay, más que el punto de unión entre Europa o Oriente, buscan una foto para Instagram o una vista original del Puente de Rialto. Y es comprensible, porque no es nada fácil encontrar esa fusión entre Occidente y Oriente que hizo grande la ciudad, que permanece en su carácter, bajo su piel, pero que décadas de asedio turístico han borrado de la superficie.Algo queda en el aire, en los nombres, empezando por el del aeropuerto, dedicado a Marco Polo, el hombre -veneciano- que desveló a los europeos las maravillas de China y de Oriente. Si estuviéramos en el siglo XIV o en la época de la Serenísima República, habríamos llegado -como Marco Polo desde China- a bordo de un bergantín con los misteriosos paisajes de Oriente en los ojos y las bodegas a rebosar de sedas y exóticas especias; pero llegamos con un retraso de unos cuantos siglos, con el tráfico de Madrid en los ojos y la prosaica inmediatez de un viaje en avión. Lo bueno es que a Venecia vamos de la mano de Lexus, patrocinador del Festival de Cine, lo que nos proporciona una serie de envidiables ventajas: la primera es que nos podemos saltar la cola para el autobús y dirigirnos hacia al embarcadero de los watertaxis, un concepto híbrido y muy autóctono, puesto que se trata -el nombre no defrauda- de un taxi en forma de barco.

Tanya Lapointe, productora de ´Dune´, una de las protagonistas del Festival, y su director Denis Villeneuve.

No es un bergantín, pero hace el apaño, porque llegar hasta el centro de Venecia por agua es otra cosa. La ancha autopista marina que lleva desde el aeropuerto hasta el corazón de la ciudad se abre en dos como un blanco velo de organdí debajo del casco de madera de la lancha para estrecharse poco a poco, hasta desembocar en el dédalo de canales del casco histórico: si no fuera por el ruido del motor, podríamos estar en un cuadro de Turner o del Canaletto, góndolas incluidas. Nos cruzamos, de hecho, con una, y saludamos educadamente con la mano a la familia estadounidense que viaja en ella; los niños, aburridísimos, nos devuelven el saludo; los padres, en pleno ataque agudo del síndrome de Stendhal, nos ignoran. Seguimos deslizándonos entre el tráfico acuático hasta que, al doblar una esquina, se nos revela la vista majestuosa del Canal Grande. Parece una película, y nosotros, un alegre grupo de periodistas madrileños, estrellas del cine italiano. Yo, especialmente, me siento muy Mastroianni con el pelo al viento, la camisa abierta, las gafas de sol…

El tiempo de llegar al hotel, cambiar la camisa desabrochada por el traje de las grandes ocasiones y ya estamos otra vez en el watertaxi, dirección al Festival del Cine.Atracamos en el embarcadero del mítico hotel Excelsior y, a través de un pasadizo subterráneo con las paredes tapizadas de retratos de celebrities, llegamos a la terraza del hotel, que domina el Lido. Donde fuere haz lo que vieres, dice el proverbio: a bote pronto vemos a mucha gente con una copa de Bellini en la mano, así que pedimos de inmediato una, y la sorbemos lentamente -como hacen en las películas- con la mirada perdida en el horizonte dibujado por la geométrica fila de sombrillas y la mancha indefinida del agua inmueble y argéntea. En la arena, con un pequeño esfuerzo de imaginación, se pueden hasta divisar al Gustav von Aschenbach y al Tadzio de La muerte en Venecia de Luchino Visconti. La visión dura un instante, el tiempo fugaz de hacerse añicos contra la realidad, casi de domingo de final de verano en una playa de Mallorca, si no fuera por el glamour del sitio: octubre está al llagar, y algún intrépido (nórdico probablemente, por el candor de la tez y el desprecio al frío vespertino) se atreve a bañarse.

De repente, revuelo en la terraza. Alguien dice -jura- haber visto a Jennifer Lopez con Ben Affleck. Los periodistas y los curiosos se lanzan a la búsqueda, infructuosa. Falsa alarma… o no. Hay que tener fe: al fin al cabo, si algún día tendré el placer de ver a Jennifer Lopez en persona solo puede ser hoy y aquí. Pero no ha habido suerte, y me voy resignado a la idea de que nunca veré en vivo a JLo. En cambio, veo a Elio Germano, muy buen actor italiano protagonista de una muy mala película –América Latina, dirigida por los hermanos D’Innocenzo- en concurso en el festival. ¿No será la que tenemos que ver ahora? Obviamente, sí. Con la peli tampoco ha habido suerte, pero no pasa nada porque con tal de dar el paseo por la alfombra roja iríamos a ver hasta Peppa Pig en sesión continua. Es nuestro momento: cae la tarde en la laguna y se encienden los focos sobre la red carpet; exhibimos el pase vip como si fuera el billete de oro de Willy Wonka y las puertas se abren delante de nosotros como por arte de magia. Allí está la alfombra roja… Desfilamos delante de dos alas de gente que se pregunta quienes somos. Saludamos a los fotógrafos, que contestan con una ráfaga de flash. Probablemente ellos también se pregunten quiénes somos, pero ante la duda, disparan, como los pistoleros de las películas del Oeste de Sergio Leone. Ya lo decía Andy Warhol que nadie se queda sin sus 5 minutos de celebridad. Los nuestros han sido de película.

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