Dicen desde el festival de otoño de Madrid que, para su 40 edición –entre el 10 y el 27 de noviembre, en una treintena de espacios de la Comunidad de Madrid–, una de las prioridades era contar con Robert Lepage, el director, actor, guionista y escenógrafo canadiense (Quebec, 1957) con el que mantiene un idilio desde que, en 2003, cautivara al público y la crítica con aquella obra apabullante, El Álamo, de seis horas de duración. Lepage ha dicho que sí y volverá a la capital con la que es, quizás, su obra más personal, 887, de marcado y confeso carácter autobiográfico.
Vuelve a Madrid en una ocasión tan especial para el Festival de Otoño. ¿Cómo es su relación con este evento y con España en general?
Me hace mucha ilusión volver a Madrid al Festival de Otoño. Desde que comencé a participar en él, me dio la posibilidad de ponerme en contacto con el público, pero también con la comunidad de intérpretes del país. Recuerdo haber trabajado con Núria Espert en La Celestina en 2004, y con otros actores con los que a día de hoy sigo colaborando. Almodóvar ha venido a ver un par de obras mías. Desde siempre me resultó muy orgánico representar para el público español, sobre todo porque nuestras culturas son muy similares.
‘887’ es uno de sus más famosos montajes, estrenado en España en 2015. Para quien se acerque a esta obra por primera vez, ¿qué le diría que va a encontrar?
887 es un trabajo muy personal. Es autobiográfico en cierta forma, pero yo lo llamo ‘autoficción’. Todo lo que cuento es verdad, pero no siempre lo cuento de la forma más realista, si no que introduzco elementos poéticos. Trata sobre mi infancia y tiene un componente político, aunque no fue intencionado. En la década de los 60, cuando yo era niño, sucedieron muchos acontecimientos importantes desde el punto de vista político en Quebec, por lo que resulta interesante para la audiencia internacional que quiera conocer las distintas paradojas y contradicciones que suponía vivir entonces en Canadá, en especial para los hablantes de la lengua francesa. 887 es la dirección de un apartamento donde vivía con mis padres desde 1960 a 1970 y trata de la gente que allí vivía, pero es también una metáfora sobre la vida en Quebec durante esa década.
Poner tanto uno mismo en una obra, ¿produce alivio o dolor?
Ambos. Siempre experimentas cierto dolor al desarrollar un proyecto, abres cajas de Pandora del pasado que creías cerradas y sacas a la luz recuerdos sin resolver. El alivio llega cuando la obra se presenta por fin al público, que es el eco que tu historia personal encuentra a nivel universal. La recompensa está en el feedback y el diálogo que recibes del público.
¿Qué tiene que hacer el teatro para sobrevivir entre tanta y tan accesible pantalla?
Vivimos en un ‘mundo Netflix’, donde el cine está en el salón de casa. La gente se ha vuelto vaga en el confort del hogar. Si queremos que la gente siga yendo al cine, que pague a una niñera, que encuentre aparcamiento en el centro de la ciudad, el teatro debe dar contenido y agitar las mentes del público. Para ello es necesaria la originalidad de la historia y que esta sea contada de una forma coherente con el mundo en el que vivimos, de forma que la gente reconozca. El teatro ha de ser un espacio donde cada individuo ejecute su tarea y para ello es necesaria la complicidad entre todos ellos. El teatro es un diálogo entre la temática de la obra y la forma de presentarla, que ha de ser la correcta. Por ello, es esencial la audacia para que el teatro sobreviva.
La tecnología, que en principio tiene poco que ver con el origen del teatro, juega un papel fundamental en su obra.
La tecnología tiene mucho que ver con el nacimiento del teatro. En la Edad de Piedra, con el descubrimiento del fuego, para mí la primera forma de tecnología, la gente se reunía en torno a él para entrar en calor, pero también para crear sombras en las paredes y contar así sus propias historias. Eso era una forma de teatro y también de cine. Contaban la historia del grande y del pequeño, del poderoso y del pobre, de los mortales y de los dioses. Era una ilustración con el fuego de sus propias realidades. Creo que el teatro nace a partir del momento en que alguien puede hablar y dominar la tecnología.
Usted concibe el teatro, al contrario que el cine, como un trabajo vivo, que evoluciona. De hecho, sus representaciones lo hacen a lo largo de los años. ¿No le estresa esa sensación de no dar nunca por cerrada una obra?
El teatro siempre debería ser una disciplina inacabada. Lo que presentas al público es efímero. Ellos son los únicos que verán lo que presentas ese día, a esa hora y en ese espacio, y también participan en la evolución de la obra. Siempre me he sentido muy cómodo con el concepto de que el teatro sea algo inacabado. Si vas a hacer 25 obras en un teatro clásico, puede ser frustrante, pero ahora estamos cerca de las 400 representaciones. Las obras están empezando a no cambiar tanto como lo hacían antes, solo pequeñas modificaciones. Una obra es como una esponja: absorbe la realidad de las personas. Representar en Madrid será otra oportunidad para conocer la realidad, los sentimientos, las opiniones y las ideas del público local. De una forma u otra, conocer esto siempre cambia la obra. Eso es lo que es el teatro, una escultura efímera que cambia todos los días.
Imagine que empieza de nuevo. ¿Hacia cuál de todas las disciplinas que ha tocado encaminaría sus primeros pasos?
Si empezara de cero no me centraría en cosas que he hecho antes, como películas o escribir. Volvería al teatro porque lo considero ‘la madre de todas las artes’. En él se pueden encontrar todas las disciplinas artísticas, como arquitectura, música, danza o literatura. El teatro tiene un objetivo de reunión, desde los actores, hasta las distintas formas de arte, incluso reúne también al público. Creemos que el teatro va de comunicación, pero realmente es una comunión.