Frank Sinatra, con un vaso de scotch en la mano –el bourbon era bien difícil de conseguir por aquel entonces en nuestro país– y un pitillo en la otra, cruza despacio la penumbra del amplio salón del Gran Hotel Felipe II de El Escorial en dirección a su solitario piano. Las parejas, que hace apenas unos minutos bailaban y bebían en él, han ganado, ávidas, sus habitaciones in the pursuit of love, y el pianista, aliviado, ha salido a la terraza a refrescarse. Los centenarios pinos que rodean el hotel no han advertido aún la ausencia del maestro y continúan moviéndose al ritmo que marca la brisa primaveral. Sinatra está melancólico. Y cansado. Harto de la película que está rodando, en la que da vida a Miguel, un imposible guerrillero español que no solo lucha contra la Grand Armée napoleónica, sino también con Cary Grant por el amor de Sophia Loren. Él no debería estar allí, sino Brando, que a última hora rechazó el papel. “¡Bien por él!”, piensa Frank en un brindis imaginario mientras levanta su vaso antes de sentarse al teclado: “Cuando tu solitario corazón ha aprendido su lección –canta para sí–/ Serías suyo con solo una llamada/ En las primeras horas de la madrugada/ Ese es el momento en que más la echas de menos”.
De repente, se pone en pie, y se dirige a la barra para pedirle el teléfono al sorprendido barman. Bien, si ella no llama, lo hará él. “Son las tres de la mañana, Mr. Sinatra”. Marca, apura el último trago y habla. La conversación, susurrada en medio de tanto silencio, se alarga. Aunque el camarero apenas ha entendido un nombre –Ava–, lo ha comprendido todo. Sinatra cuelga el auricular, pide otro whisky y vuelve al piano. Las rondas, los cigarrillos y las melodías, todas tristes, se suceden. Una de sus frases míticas reza: “El alcohol puede ser el peor enemigo del hombre, pero la Biblia dice que ames a tu enemigo”. Y entonces Ava entra en el salón. La Biblia no dice nada sobre la nostalgia; ahora, ¿qué sería del amor sin ella? Frank Sinatra ha vuelto a ganar.
Como todo mito, el de La Voz muestra los acusados contrastes del claroscuro. Es a la vez una historia de éxitos, fama y dicha, repleta de todas las cosas que podrían hacer la felicidad duradera, y de recurrentes dosis de fracaso, no pocas sombras y excesos de todo tipo. Él mismo hace recuento en My Way, y quizá por eso le aburriera cantarla en directo: “He amado, reído y llorado/ Me sacié; he tenido mi parte de derrota/ Y, ahora, mientras se secan las lágrimas/ Lo encuentro todo tan divertido”. A lo largo de ese camino, grabó más de 1.400 canciones, vendió 250 millones de discos y dio miles de conciertos; lideró el Rat Pack, su peculiar e icónico grupo de epígonos; ganó un Oscar, cuatro Globos de Oro y una docena de Grammys; fue propietario de discográficas, casinos y hoteles; tuvo incontables aventuras más allá de sus cuatro matrimonios, tres hijos, un séquito de 75 personas y una nómina de amistades peligrosas aún mayor. “Solo se vive una vez, y de la manera que vivo, con una basta”.
«Cantar es para afeminados»
De origen siciliano, el padre de Sinatra, Antonino Martino, Marty, boxeaba al tiempo que trabajaba de bombero por la mañana y regentaba una taberna por la noche en Hoboken (Nueva Jersey), célebre nada más que por dos hechos históricos: ser la ciudad donde se jugó, en 1846, el primer partido de béisbol registrado oficialmente –entre el Knickerbocker Club y el New York Nine–, pero sobre todo por tratarse de la cuna de Francis Albert Sinatra, que nació el 12 de diciembre de 1915 en el segundo piso del 415 de la calle Monroe, un pequeño apartamento donde no había agua caliente y escaseaba la comida. Por ello, el joven Frank empezaría a trabajar muy pronto como chico de los recados en el periódico local, aunque lo que a él le gustase de verdad era cantar. Casi al mismo tiempo formó su propio grupo musical, llamado The Hoboken Four, poco menos que una deshonra para el padre. “Bedda Matri!” (nuestro “¡Madre de dios!”), protestó: “Cantar es para afeminados”. Pero su hijo no solo había heredado el carácter de él, también la rebeldía.
En la segunda mitad de los años 30 había entrado con fuerza en el circuito de las radios y los nightclubs –como vocalista en las bandas de Harry Arden y Tommy Dorsey– y su nombre empezaba a sonar, pero no sería hasta después de la II Guerra Mundial cuando, ya por libre, le llegara el éxito: “Aquel fue un tiempo –rememoraba su colega Tony Bennett– en el que uno llevaba una flor a su novia, se sentaba a su lado y juntos escuchaban una canción de Sinatra”. Entonces grababa un promedio de 24 temas al año, más que ningún otro cantante popular, y ganaba ya un millón de dólares.
Negocios de familia
La relación de Sinatra con la Mafia fue, como se ha dicho ya, una cuestión de amistades peligrosas. Del matón de poca monta Joe Fischetti, amigo de la infancia en un Hoboken que no es por nada localización recurrente de Broadwark Empire, a Lucky Luciano, considerado el padre del crimen organizado en los Estados Unidos, a quien conoció en una visita a La Habana en 1947.
Ya desde los años de la guerra, Sinatra se beneficiaba de la ‘protección’ de amigos como Willie Moretti o Sam Momo –diminutivo de More Money– Giancana. Se dice que fue Moretti quien –pistola en mano– le ‘liberó’ personalmente de su contrato con Tommy Dorsey para que pudiera cumplir su sueño de competir con su ídolo, Bing Crosby, por el número 1 de la Billboard; y durante las décadas de los 40 y 50 Giancana y sus muchachos le contrataban habitualmente para actuar en sus locales, que incluían los célebres 500 Club de Miami e icónicos casinos de Las Vegas. Y así, merced a esa relación ‘profesional’, se establecería una cadena de favores cruzados prolongada a lo largo de su vida que le llevaría a comparecer ante una comisión gubernamental contra el crimen organizado en 1972. Ante la reiterada pregunta de “¿conoce usted a alguien que pertenezca a la Mafia?”, Sinatra responderá lacónicamente un “no” tras otro, y al no estar bajo juramento ni tratarse de un proceso judicial, el perjurio no era ningún problema.
Ahora, 25 años después de su muerte todavía adornan su biografía historias más o menos legendarias como el encargo del presidente Kennedy de organizar la eliminación de Fidel Castro, su presunta implicación en el asesinato del propio JFK, la brutal paliza que le dio personalmente a Lee Mortimer, periodista del New York Daily Mirror en el club Ciro’s o la oferta a su exmujer Mia Farrow, tras descubrir esta que Woody Allen, entonces su esposo, le era infiel, de buscarle “un par de tipos” para que le rompieran las piernas. No es extraño que, ante semejante historial, el FBI acumulase en sus archivos 1.275 páginas de expedientes relativos a Sinatra.
¿Deberíamos conocer –y aprobar– la vida privada de un artista para juzgar más acertadamente su obra? Estamos, sin duda, ante un debate tan actual que no ha hecho todavía sino abrirse, y la cuestión es tan compleja que no hay una única respuesta válida. Eso sí, no perdamos de vista que el moralismo, el oportunismo y la hipocresía se combinan en un cóctel verdaderamente temible. Démosle a Sinatra el único protagonista de estas líneas, la palabra por última vez: “No escondas tus cicatrices: te han hecho quien eres”.