Difícil para los no expertos calibrar la importancia de un director de orquesta. Digamos que el valenciano (1976) Gustavo Gimeno, integrante de esa generación de compatriotas –Pablo Heras-Casado, Juanjo Mena– que se desprendieron de históricos complejos para decidirse a coger la batuta y conquistar a orquestas y públicos de todo el mundo, es sin duda uno de los españoles más reconocidos internacionalmente. Dirige la Orquesta Filarmónica de Luxemburgo y la Sinfónica de Toronto y recibe encendidos elogios allí donde es invitado, como ocurrió el pasado octubre en su debut al frente de la Filarmónica de Berlín. Normal, dicho sea de paso, que apenas pase tres meses al año en su casa de Ámsterdam, ciudad a la que acudió, cuando, aún adolescente, soñaba con ser percusionista. Lo logró, con plaza en la Royal Concertgebouw, para descubrir luego, animado por su formación al lado de algunos de los más grandes, la pasión de dirigir. El inicio del año le ha traído a España: tras sus conciertos, en enero, en Zaragoza, Madrid y Canarias, regresará en marzo al Teatro Real para interpretar la ópera El ángel de fuego, de Serguéi Prokófiev.
Acaba de dirigir a la Filarmónica de Luxemburgo en el Festival Internacional de Música de Canarias, el primer gran festival del año (su edición actual, la 38, se prolonga hasta el 16 de febrero). ¿Qué representa esta cita para usted?
Es un festival histórico, muy importante en nuestro país y fuera de él, en el que se han sucedido, en tantas ediciones, grandes actuaciones de grandes artistas. En mi caso, es mi primera vez, por lo tanto me hace especial ilusión, y también es la primera vez de la Orquesta Filarmónica de Luxemburgo.
¿Cómo acaba uno de director de orquesta? ¿Cuál es el paso decisivo en el que, de repente, esa posibilidad se hace real?
Nací en una familia de músicos; con pocos años ya escuchaba la sinfonía de Mahler; no todos los niños están expuestos a eso. Había una pequeña llama dentro de mí que, al escuchar música, evoluciona y crece. Pero nunca pensé que tendría una carrera como director. No era un objetivo. Unos hechos me han ido conduciendo a otros, hasta el momento en que me doy cuenta de que he llegado al punto al que quería llegar, me siento en el lugar adecuado, es la profesión ideal, perfecta para mí, me siento muy afortunado.
¿Por qué un amante de la música decide que su relación con ella sea como director mejor que tocando un instrumento?
La profesión de director de orquesta te permite compartir el día a día con genios como Beethoven, Schubert, Mahler, Bruckner, Verdi, Rachmaninov, etc. El estudio de la partitura, el intentar acercarte a las ideas del compositor, a él, a ese mundo onírico que representa, es muy interesante en todos los niveles: analítico, intelectual y emocional. Eso se traduce en ideas que van formando parte de tu propio espíritu, y luego debes conectar con músicos, lo que es un trabajo psicológicamente muy interesante, que son los que producen el sonido. Es una profesión rara y mágica a la vez. Todo esto hace, además, que lo que has hecho el día anterior desaparezca, y tiene que ser recreado de nuevo al día siguiente, lo que te lleva a hacerte preguntas constantemente… Es muy interesante.
Quizás conozca la película Whiplash, en la que un profesor lleva a un extremo insufrible la exigencia a sus alumnos convencido de que es la única forma de descubrir genios. Para llegar a ser un buen director, ¿hay que sufrir o disfrutar la música?
Un director de orquesta muy importante con el que trabajé, Mariss Jansons, tenía una frase que nunca olvido: “¿Qué quieres, una vida cómoda o ser músico?”. Se me pasa mucho por la mente, porque cómoda no es: el estudio diario, enfrentarte día tras día a retos, intentar generar siempre el contexto o ambiente adecuado, saber ser a momentos firme y exigente, a momentos relajado, comprensivo, y todo siendo fiel a tus ideas y lo que crees que es la esencia de tu profesión… Pero en absoluto vivo mi profesión como un sacrificio; la abrazo con todos los momentos menos gratificantes. Así que el estudio diario, los momentos en soledad, los viajes constantes los vivo sintiéndome un privilegiado por poder ejercer esta profesión.
Sus biografías destacan su formación al lado de leyendas como el propio Jansons o Claudio Abbado. ¿Qué características convierten a un director en una leyenda?
Es un cúmulo de cosas. Desde luego, una sensibilidad y un mundo interior grande, profundo, y una gran capacidad para que trasciendan la persona y contagien a todo el que le rodea, además de una gran determinación, preparación y dedicación. En el fondo, parte de quién eres como persona, de tu capacidad de sacar hacia fuera lo que tienes; y cuanto más rico y profundo es lo que tienes, pues más tienes que ofrecer.
Una declaración suya: “Con Jansons y con Abbado aprendí a hacer música desde el respeto y la humildad”. En un mundo de giras y aplausos, ¿es difícil mantener el ego controlado?
En realidad, paso muchísimo más tiempo solo con la partitura encima de la mesa que en recepciones o vestido de frac. El momento del concierto, del aplauso y del glamur en realidad es muy pequeño. Si eres exigente contigo mismo, te das cuenta de que no cada concierto es maravilloso; los momentos maravillosos a veces duran pocos segundos y son increíbles. No hay nada de qué sentirse especialmente orgulloso. Los verdaderos genios son Verdi, Schubert, Mozart… Yo no, nosotros no lo somos; intentamos acercarnos lo más posible a ellos o ser una vía de transmisión de su genio. Estar al lado de ellos, de sus partituras, no deja otra posibilidad que ser humildes.
No soy experto en música clásica, pero la escucho de vez en cuando y, aunque voy esporádicamente al Auditorio Nacional, no sabría apreciar un error del director a no ser que se cayera del estrado. ¿Le valgo como público o la música clásica requiere de entendidos?
Todo el público que tenga algo de curiosidad o de atención es válido, absolutamente. En un mundo en el que estamos rodeados de pantallas, de inmediatez, en el que todo es rápido y la profundidad es inversamente proporcional a la velocidad de la vida, le doy más relevancia ahora que nunca al momento del concierto. Entrar en una sala, desconectarte del mundo y vivir esta comunicación colectiva de los que están en escena, la grandes obras de la historia y un público atento me parece especialmente relevante y precioso. Por tanto, es casi irrelevante cuánto entiende el oyente: si escucha con atención y curiosidad es inevitable pensar y sentir cosas.
¿Cuántos días al año pasa en su casa?
A ver, si hacemos cuentas… Paso 13 semanas en Toronto y 12 en Luxemburgo, esto ya hace la mitad del año. Hago ópera cada año, y una producción se lleva otras seis o siete semanas. Si añadimos cinco invitaciones al año en otras orquestas, ya van 37 o 38 semanas. Las vacaciones de verano las paso fuera… Creo unas 10 o 12 al año son en casa.
¿Qué escucha cuando no escucha clásica?
Generalmente, nada; algo muy difícil de encontrar en este mundo, que es el silencio. Ahora, la música está siempre presente, en el taxi, en el aeropuerto, en el restaurante; cuando no hay, lo agradezco.
¿Y si la música, como el arte, no fuese para tanto? ¿Podemos prescindir de todo eso en nuestras vidas?
Es inimaginable, la expresión artística es parte de nuestra esencia. Alguien dijo que la música comienza donde terminan las palabras. Y puede generar sensaciones complejísimas y ambigüas, confort y placer pero también melancolía; un fragmento de Schubert no es feliz o dramático, es varias cosas a la vez. Es increíble lo que la música puede hacer, genera sensaciones muy especiales y diferentes y, aunque te lo propongas, no puedes impedirlo. Es milagroso e increíble, es parte esencial de nuestra existencia.