Martin Freeman (Aldershot, Inglaterra, 1971) se pasó años respondiendo a una misma pregunta en sus diferentes versiones. ¿Era el actor de los hombres corrientes? ¿Era el mejor para interpretar al hombre común? Al vecino de al lado. Al buenazo. Todo culpa de la alargada sombra que cubrió su carrera desde que emprendió el despegue definitivo con The Office (2001-2003): Tim Canterbury (el papel que luego interpretaría John Krasinski en la versión americana de la comedia) era el culpable. “Supongo que antes de la serie yo era como un lienzo en blanco para la gente. Pero una vez que este personaje entró en su cabeza…”, admitía.
Interpretar a Bilbo Bolsón en la millonaria trilogía de El Hobbit, de Peter Jackson (2012-2014); o al Doctor Watson en la serie Sherlock (2010-2017), una de las versiones de la obra de Arthur Conan Doyle con más seguidores y mejores críticas de la historia de la televisión, tampoco ayudó. Y eso que ese fiel escudero de Holmes tenía cierta cara oscura de ex soldado en Afganistán. Algo de misterio. Pero nada, otro buenazo, cuerdo, comparado con el particular detective (Benedict Cumberbatch). “Sé muy bien cuál es mi aspecto. Pero también sé que soy más que eso como persona, y seguro soy mucho más que eso como actor –reflexionaba hace poco–. Ahí es donde entra la frustración. Mi plan siempre fue ser actor. No quería ser un tipo majo. Me hice famoso en Reino Unido por interpretar a un tipo decente y eso me ha perseguido”.
Esforzándose por cambiar esa imagen en los últimos 20 años, con una carrera triunfal entre televisión, cine y teatro, saltando de una costa del Atlántico a otra, Freeman se permite el lujo de ser “selectivo”. Casi quisquilloso con los personajes y proyectos que acaba haciendo para desencasillarse. En esa línea estaba el vendedor de seguros Lester Nygaard de Fargo (2014-2015), la serie inspirada en la película de los hermanos Coen. Otro papel recurrente de su filmografía reciente, Everett K. Ross, con el que se metió en el universo Marvel (Capitán América: Civil War, Black Panther y la secuela que ahora rueda Black Panther: Wakanda Forever), era también opuesto a los dóciles personajes que siempre le ofrecían. “Es más autoritario, está al mando, un hombre de gobierno”, define.
Martin Freeman ha ido paso a paso reforzando su versatilidad hasta llegar a la serie que ahora estrena: The Responder (en Movistar Plus+), con un protagonismo absoluto, un policía de Liverpool que lleva demasiado tiempo cubriendo el crimen y el drama de la noche como para verse moralmente comprometido. Un personaje controvertido, demasiado oscuro, sobre el que él mismo tuvo dudas. “Hubo unas cuantas veces durante el rodaje en las que les pregunté [al director y al productor ejecutivo] si estaban seguros de que yo era el hombre adecuado para el trabajo”, confiesa. “Entonces Tony Schumacher [creador de la serie, basada en su propia experiencia como policía] me dijo que lo había escrito conmigo en mente, así que me relajé mucho”.
Sobre todo se pudo relajar en cuanto creyó que tenía controlado el tan característico acento de Liverpool. “Yo no hago como Daniel Day Lewis, no sigo en el personaje en los descansos o en casa, pero sí mantengo el acento todo el rato cuando no es el mío”, cuenta. Para clavarlo hasta lograr que sus compañeros de reparto dudaran de su origen, se sumergió en música y cine. “Vi mucho Yellow Submarine”, cuenta el actor, por cierto, fan confeso de los Beatles hasta el punto de que es raro que no deje caer alguna anécdota sobre el grupo en sus entrevistas. Le sirven casi un poco de guía metafórica de su propia carrera y vida.
Curiosamente, el primer sueño artístico de Martin Freeman fue ser músico. El menor de cinco hermanos, en su casa siempre se respiró creatividad. “No éramos los Von Trapp, pero mi padre pintaba y mi madre había querido ser actriz. En nuestra casa siempre había habido libros, podíamos pensar, expresarnos, era casi obligatorio: no seas aburrido, no seas un espectador, aporta algo –recuerda–. Todos en mi familia hacían algo, y menos mal que yo encontré la interpretación porque no era buen pintor ni compositor”. Estudió en la escuela de teatro juvenil de su barrio, Teddington; después, en la Central School of Speech and Drama, que abandonó pronto para unirse al National Theatre y enseguida empezaron a llegarle los papeles en televisión (This Life, The Bill, Bruiser…). Y aunque el éxito arrastrado por The Office no tardó en llegar, la seguridad laboral para este hombre de confianza sorprendentemente aplastante tuvo sus altibajos.
“Hubo un periodo de unos seis o siete años en los que las opciones se redujeron, eran menos emocionantes”, rememora. Coincidió con que se acababa de comprar una casa, “que venía con una factura de impuestos del tamaño de la Isla de Man”, y empezó a preocuparse. “Recuerdo que le pregunté a un buen amigo: ¿Crees que soy buen actor? ¿O me estoy dando cabezazos contra la pared?”. Fue el momento de Guía del autoestopista galáctico (2005), una película que le encantó, casi de culto, pero que no alcanzó lo esperado. Por suerte, a la vuelta de la esquina estaban sus amigos Edgar Wright y Simon Pegg para darle un papel en lo que acabaría siendo otra trilogía Zombies Party (donde aún no le dieron frases), Arma fatal y Bienvenidos al fin del mundo.
Casado con la actriz Amanda Abbington (la Señora Watson en Sherlock) entre 2000 y 2016, con dos hijos en común, siempre ha contrastado la fuerte protección sobre su vida privada con su compromiso político público (laborista) y su brutal honestidad en lo que dice, cargado siempre de palabrotas. Si no tiene redes sociales no es por privacidad, sino porque cree que le acabarían echando por su carácter. Ha sido muy abierto sobre su ambición, su necesidad de ser visto o su relación con la fama. Y sí, el éxito le hace más feliz. “Aunque no tanto como podría haber sido, y no tanto como habría esperado”, dice. Pero aún le quedan peldaños que escalar. “¿He llegado a donde quería? Sí, de alguna forma. Pero no sé si Tom Cruise siente que ha llegado… porque siempre hay alguien haciendo algo que tú deberías estar haciendo”. Sinceramente, un hombre nada corriente.