No muchos nombres ubican tan rápidamente como el suyo, no ya al iniciado en el mundo del diseño, sino al medianamente informado, y para ambos es sinónimo inequívoco de contemporaneidad. Philippe Starck. Su sonoridad es innegable. Como que le interesan los colores saturados, las formas extravagantes –a menudo curvas con texturas suaves– y el uso de materiales inusuales. También la innovación tecnológica, de la que lleva décadas siendo abanderado. Quiere que sus diseños sean democráticos –y por tanto relativamente asequibles–, pero sobre todo pretende que duren. Vive a caballo entre Venecia y Cascais, mantiene su estudio en París –donde nació en 1949– y presenta cada nuevo lanzamiento, unos doscientos al año, en un punto diferente del globo. Siempre con idéntica expectación y casi las mismas prisas. Nos encontramos con él en Valencia, cuando la ciudad apuraba aún su año, 2022, como Capital Mundial del Diseño, con la excusa de la presentación a los medios de su colaboración con la editora levantina Andreu World, aunque la conversación acabe llevándonos al futuro. No solo del diseño, sino de la humanidad. Dice llevar una semana sin comer y, fiel a su costumbre, no duerme más que varias siestas diarias entre sesión y sesión de trabajo. Ahora no hay sombra de cansancio en su rostro. Hablar con el diseñador francés es la actividad no atlética más parecida a correr una maratón: abre temas y temas como cajas chinas, obligando al entrevistador a seguir sus ideas tanto como sus palabras. À vos marques, prêt…
Su acercamiento al diseño, ya desde sus primeros proyectos, es una infatigable persecución, no tanto de la novedad como de la innovación. Debe de ser usted de los pocos convencidos con los que todavía cuenta el progreso…
Desde que tengo uso de razón he sufrido siempre esta enfermedad mental llamada ‘creatividad’. Cuando uno es más joven, lo único en lo que piensa es en sobrevivir: uno tiene que comer, así que habitualmente acepta todo lo que proponen, cualquier cosa. No se le puede pedir a alguien que está hambriento, o a quien está a punto de ahogarse, que se preocupe por ser honesto. Pero, a medida que uno va desarrollando una trayectoria, y también que su ego se apacigua, la honestidad personal y el ir evolucionando, desarrollándose profesionalmente a través de sucesivos retos es todo lo que cuenta. No creo que me quede nada por demostrar, lo que, por otra parte, me permite continuar mejorando constantemente, atreverme a buscar nuevas aventuras, no solo como diseñador, también en mis proyectos arquitectónicos.
Vive usted como un monje, dedicado a esa “enfermedad mental” de la creatividad: trabajando solo entre 14 y 18 horas al día, sin comer durante días, y escuchando música o mirando por la ventana a la naturaleza como únicas concesiones. ¿En qué tiene fe? ¿Qué persigue?
Tengo fe en nosotros, los seres humanos. En nuestro genio. La inteligencia humana es extraordinaria… Creo que, cuando nacemos, firmamos tácitamente un contrato con la comunidad por el que nos comprometemos a servirla. Y el objetivo esencial no es otro que prolongar la evolución. Al nacer, nuestros padres nos pasan una cuerda, y es nuestro deber mejorarla en la medida de nuestra posibilidades: haciéndola más fuerte, más resistente, más flexible… ¡lo que sea! Más adelante nosotros se la pasaremos a nuestros hijos; les diremos que lo hemos hecho lo mejor que hemos podido, y les explicaremos que también les toca a ellos cogerla y seguir perfeccionándola. Nadie está obligado a ser un genio, pero todos estamos llamados a involucrarnos y aportar lo que podamos. Tengo fuertemente arraigada la idea de que los seres humanos somos ante todo transmisión; nuestra existencia individual no es relevante, existimos para mantener vivo el proceso evolutivo.
Usted ha dicho alguna vez “me hice diseñador en una opción fácil, dejando que el oficio me eligiera a mí”. Pero, ¿cómo le expresó el diseño esa elección?
Sabes que mi padre era ingeniero aeronáutico. Él se pasaba el día dibujando aviones en un tablero de dibujo, y mi cama estaba justo debajo, así que crecí con la visión de alguien que creaba cosas todos los días. De adolescente, al no ser muy buen estudiante, estaba un poco perdido, pero el único modelo que tenía era ese hombre, sentado siempre en su taburete trabajando… Era un hombre innovador e inconformista; para él, solo la invención estaba bien, y yo aprendí a seguir sus pasos. Como buen adolescente, empecé dibujando un coche, un coche tubular con un exoesqueleto que comenzaba en los asientos; luego dejé el coche de lado y me dediqué a dibujar asientos. Y así fue como empezó todo…
Desde hace tiempo su trabajo tiende a lo mínimo de lo mínimo, pero ¿cuál será la tarea de los diseñadores cuando lleguemos a la desmaterialización?
Cuando el diseño, tal y como lo conocemos hoy –es decir, como una disciplina que busca hacer más eficientes nuestros objetos cotidianos–, se creó a comienzos del siglo XX, trataba de responder a las necesidades con materiales. Hoy es justo al revés. La dimensión más inteligente de la producción humana se basa hoy en la desmaterialización. Es decir, en aumentar la calidad, la inteligencia, la potencia del objeto reduciendo en cambio su materialidad, porque cuanta más materialidad tienen, menor es su humanidad. Tomemos como ejemplo la historia del ordenador: primero eran del tamaño de un edificio, luego de un piso, de un armario, de una maleta grande, de una maleta pequeña, de un sobre, y ahora de una tarjeta de crédito. Y mañana se incorporarán bajo nuestra piel para dar paso al bionismo, uno de los próximos grandes pasos hacia la desmaterialización de la que hablamos, que se acerca rápidamente. Debemos recordar que todo tiene un nacimiento, una vida y una muerte, y yo estoy convencido de que el diseño, tal y como lo conocemos, va a desaparecer pronto para dejar su sitio a los diseñadores del futuro, que serán nuestro entrenador personal o nuestro dietista.
¿Y cuál es, hoy por hoy, el deber último del diseño en este mundo tan cambiante e impredecible?
El diseño no puede crear vida, ni salvarla, pero si se hace honestamente puede ofrecer una vida mejor. Hoy más que nunca, debido a lo que está en juego a nivel económico, político y ecológico, todo productor de ideas tiene una responsabilidad inmensa ante la sociedad. La dimensión ecológica, por ejemplo, ya no es una opción, es una prioridad. Acuciante. Y lo primero que tenemos que hacer por la ecología, todos, es preguntarnos “¿de verdad lo necesito?” al entrar en una tienda o cuando compramos en internet desde el sofá. Si uno es sincero, en un 80% de los casos responderá que no, no lo necesita. Y si realmente lo necesitas, tienes que comprar algo no solo absolutamente atemporal, sino que garantice una duración razonable. Las palabras más vanguardistas hoy en día son ‘transmisión’ y ‘herencia’, así que no compres para ti, sino también para tus hijos y los hijos de tus hijos.
Así que por fin la ética será la estética del futuro, ¿no?
La pandemia y la guerra de Ucrania han puesto de manifiesto problemas de abastecimiento a escala global, y los científicos han pronosticado que las hambrunas que ya padecemos –en el Cuerno de África, por ejemplo– se agravarán y multiplicarán antes de 2024. Yo me he negado siempre a crear con materia que la gente pueda comer; y tampoco quiero matar árboles. Debemos crear con materiales inteligentes, como he hecho, por ejemplo, con la compañía española de mobiliario Andreu World: utilizar madera contrachapada en nuestros asientos Adela Rex y Solo Chair. Con un solo árbol pueden producirse kilómetros de contrachapado. Pudiendo ser ecológicos, asequibles, democráticos y sostenibles, ¿por qué no hacerlo?