Cada otoño, hasta final de año, cerca de 3.000 jóvenes músicos de todo el mundo presentan una solicitud para entrar en la Escuela Superior de Música Reina Sofía, en Madrid. Se graban tocando un instrumento o cantando y envían el vídeo online junto con su expediente académico. Los mejores son llamados luego a una audición presencial. Solo 170, el 6% de los que lo han intentado, serán finalmente seleccionados para iniciar una formación que se imparte con un objetivo explícito: convertirlos en grandes de la música. Porque el nombre de Escuela, efectivamente, engaña. Aquí no se viene a aprender a tocar un instrumento, ni siquiera a mejorar en su dominio. Aquí se viene a convertirse en un músico de renombre, de esos que engrosarán luego las orquestas más prestigiosas del mundo o desarrollarán exitosas carreras como solistas: es una escuela de alto rendimiento –al estilo de las que proliferan en el mundo del deporte–, un centro de excelencia de primer nivel internacional. Todo un sueño para muchos.
La lista de exalumnos ilustres, que crece cada año, así lo atestigua. El cuarteto Casals, al igual que el Quiroga, dos de los más renombrados del panorama musical internacional, se formaron aquí; también los violonchelistas Pablo Ferrández y Sol Gabetta; o los pianistas Arcadi Voldos y Juan Pérez Floristán; o la oboísta Nóra Salvi. Así, hasta más de 850 músicos de primer nivel: de hecho, en torno al 8% de los componentes de las orquestas sinfónicas españolas –un porcentaje que supera el 20% en el caso de la de Madrid, la titular del Teatro Real– se han formado en la Escuela, cuyas puertas se les abrieron para acoger su talento sin ningún otro condicionante. No importa la nacionalidad –el origen del alumnado se divide más o menos a partes iguales entre españoles, iberoamericanos y resto del mundo– ni el nivel económico: todos los seleccionados son becados al 100% para sufragar con fondos de la propia institución una preparación que, calculan en la Escuela, podría costar unos 45.000 euros por alumno.
Mantener todo esto necesita de unos ocho millones de euros al año. El 70% de ese dinero procede de patrocinio privado, varias decenas de empresas, pero también particulares, a los que Julia Sánchez, CEO de la Escuela, llama “compañeros de viaje”, y que no solo han bautizado algunos de los emblemas del centro –como el Auditorio Sony o la Orquesta Freixenet–, sino que interactúan con él llevando música a sus lugares de trabajo, organizando concursos de canto interempresas o dando clases a sus empleados. Otro 20% de ese presupuesto procede de la financiación pública y el 10% restante son ingresos propios –a través, por ejemplo, de Summer Camps para niños o entradas a algunos conciertos–.
Hace más de 30 años que esta aventura nació bajo el impulso de Paloma O’Shea, pianista, esposa del banquero ya fallecido Emilio Botín, filántropa y mecenas, con la promoción de la música como leitmotiv vital. Fue ella la creadora, en 1972, del Concurso Internacional de Piano de Santander, una iniciativa pionera en aquellos tiempos en nuestro país que, de hecho, sirvió para constatar la escasa presencia de músicos españoles de primer nivel. Quizás espoleada por esa carencia, O’Shea se embarcó en la creación de la Escuela Superior de Música Reina Sofía en 1991, con dos objetivos que presiden desde entonces el devenir de la institución: “Que los jóvenes músicos de todo el mundo pudieran desarrollar al máximo su talento y acercar su música a la gente”, según reza la carta de presentación publicada en la web. Cuatro chalets de la localidad madrileña de Pozuelo, tantos como profesores –ya entonces del máximo nivel: el pianista Dmitri Bashkirov; el violinista Zakhar Bron; el violista Daniel Benyamini y el violonchelista Ivan Monighetti.– y 17 alumnos forman aquella primera foto inicial, para la que la fundadora contó con asesores ilustres, como Mstislav Rostropóvich, Zubin Mehta, Yehudi Menuhin y Alicia de Larrocha. Y también con el apoyo de la Reina Sofía, quien dio nombre a la Escuela y se convirtió en su Presidenta de Honor, cargo que aún ostenta. La involucración de tanto nombre de prestigio sirvió, Paloma O’Shea lo reconoce y agradece, para sentar las bases de uno de los principales atractivos de la ESMRS –por sus siglas–: atraer como profesores a los mejores músicos del mundo.
Ahora, y desde 2008, la Escuela tiene como sede definitiva un edificio cuya situación y fisonomía no solo acompañan la magnitud del proyecto, sino que –al menos para el visitante– conforman el entorno propicio, casi idílico, para cuidar tanto talento: situado en el corazón cultural del Madrid, entre el Palacio Real y el Teatro Real, consta de nueve plantas entre las que la última, la que acoge la Biblioteca, ofrece inspiradoras vistas desde su terraza. Por los pasillos del edificio se distribuyen desde oficinas y salones hasta pequeñas aulas en las que se imparten clases completamente personalizadas –es otra de las señas de identidad de la Escuela– y que el alumno puede utilizar para ensayos prácticamente todos los días del año, desde las 8 de la mañana hasta las 12 de la noche. Y cuenta también esta sede con un magnifico auditorio con capacidad para 350 personas. Es, sin duda, uno de los centros neurálgicos del edificio y del proyecto en sí, porque uno de los objetivos del programa educativo pasa por acostumbrar al músico a enfrentarse al público, para lo que se programan más de 300 conciertos al año –la gran mayoría, de acceso libre y gratuito– que son, además, pruebas de evaluación en presencia del profesorado.
Por cierto, no es este miedo escénico el único aspecto más allá de la preparación estrictamente musical que incluye el programa educativo de la ESMRS. “El objetivo –dice Julia Sánchez– es convertir a los alumnos, además de en intérpretes, en ciudadanos”, con valores, con pensamiento crítico y con capacidad de desempeñarse en la sociedad con más armas que su talento, por lo que también reciben clases relacionadas con el emprendimiento, la gestión de proyectos, la comunicación o el manejo de las redes sociales. Gracias a esta formación, en la Escuela tienen a gala que la empleabilidad de sus alumnos –que llegan con una media de edad de unos 20 años y que, aunque con muchas variaciones dependiendo de la disciplina y los objetivos concretos, pueden cursar hasta seis años, cuatro para el grado y dos para el máster– es de prácticamente el 99%.
El edificio, presidido en la fachada por la frase en latín No hay ética sin estética, toda una declaración de intenciones, ya se ha quedado pequeño. Pero hay una solución en marcha. Cedido por el Ayuntamiento de Madrid para los próximos 50 años, se verá en los próximos años ampliado con otros dos edificios colindantes, estos propiedad del Gobierno central, que acogían hasta hace poco la sede de Paradores. Sobre esta ampliación se sustenta uno de los proyectos de futuro: el objetivo es, no solo ampliar la capacidad de la Escuela, sino también completar las 18 cátedras actuales con nuevas incorporaciones ahora ausentes, como percusión, tuba o trombón, e incluso añadir programas educativos para niños. Si las previsiones se cumplen, la inauguración de estas nuevas instalaciones será para el curso 2026-2027.
El segundo de esos proyectos de futuro tiene una fecha concreta, 2025, cuando alumnos de la ESMRS protagonizarán una gira por Estados Unidos en la que, a falta de detalles, ya tienen confirmado un concierto en el emblemático Carnegie Hall, de Nueva York. Suena grande, pero algunos ya han tocado en el Auditorio Nacional de Música de Madrid a las órdenes de directores como Zubin Metha.
Y hay un tercer objetivo en el que la CEO de la Escuela –que llegó al cargo hace nuevo años desde el sector de la consultaría y las finanzas– hace especial hincapié: “Multiplicar el impacto social, cultural y educativo de la Escuela”; convertirla no solo en referencia en el sector, sino también en un centro de pensamiento que acerque la cultura al ciudadano sin olvidar valores como la inclusión–con programas dirigidos a colectivos vulnerables–o el compromiso social –patente también en el trato a los empleados–. En definitiva, mejorar la vida de la gente porque, como recuerda Julia Sánchez, hasta la Organización Mundial de la Salud destaca los efectivos terapéuticos del arte y la cultura.