Un juego de espías: la ‘guerra’ entre Oxford y Cambridge continúa

Un juego de espías: la 'guerra' entre Oxford y Cambridge continúa

Un juego de espías: la 'guerra' entre Oxford y Cambridge continúa

Traten de imaginar un club de caballeros en Londres (capital que, por cierto, acaba de abrir una investigación penal por la muerte del exiliado ruso Nikolái Glushkov, amigo del oligarca Boris Berezovski, enemigo del Kremlin que fue hallado ahorcado en 2013 en el Reino Unido). Es fácil: maderas nobles y periódicos de hoja grande, fragancias de cuero añejo y aromático tabaco de pipa, un silencio casi monástico… Como todo el mundo sabe, los más exclusivos y refinados, los más distinguidos, y también los más singulares, se encuentran desde hace siglos –¿qué club que se precie no ha visto subir al trono al menos a tres monarcas?– en el corazón de Pall Mall. El ‘sancta sanctórum’ del perfecto gentleman. Un lugar en el que ni siquiera es necesario relacionarse con los demás, donde un hombre puede ser una isla sin caer en la descortesía y, sobre todo, sin tener que naufragar en medio del océano.

Bien podría ser el ficticio Blades Club, al que pertenece el M de las novelas de James Bond, o el real St. James’s Club de su autor, Ian Fleming, célebre por ser el que menos socios albergó. O cualquier otro, siempre que tenga estrictos requisitos de pertenencia. Imaginemos, pues, ese club con el aspecto robusto de un edifico de estilo georgiano, sus amplias estancias pobladas de gastados chéster y retratos militares, y, en ellas, a un grupo de gentlemen de otro tiempo, hombres de letras que antes que la pluma blandieron la espada.

Un puñado de escritores, otrora guardianes de los secretos de Estado que se traman en Whitehall, cronistas de ese mundo extraordinario y al tiempo prosaico que es el espionaje internacional, a los que tan pronto hallamos “jugando el juego” en una desangelada oficina en una casa de aspecto irreprochable del área metropolitana (el famoso Circus de Le Carré), como, infiltrados tras el ‘Telón de Acero’, en una poco concurrida ‘strasse’ del Berlín oriental, o bajo el sol ecuatorial de unas colonias que pronto dejarían de serlo: el Imperio buscaba hombres que respaldaran la sentencia ya célebre de Waugh, “Los mejores hombres no son sino hombres, en su mejor momento”.

Con cuatro décadas de política en primera línea –mano derecha del Alto Comisionado en la Segunda Guerra de los Bóers, director del Departamento de Propaganda de Guerra durante la I Guerra Mundial, director de Información entre los dos conflictos, Miembro del Parlamento en varias legislaturas y Gobernador General de Canadá– y más de un centenar de libros a sus espaldas, John Buchan, primer Barón de Tweedsmuir, fue, al tiempo, una columna –quizá ‘pilar’ sería mucho decir– del postrer Imperio Británico, y uno de sus autores más prolíficos (y leídos). De su doble acercamiento al mundo del espionaje, oficial y novelesco, permanece, sobre todo, ‘Los 39 escalones’, primera de las aventuras de Richard Hannay, que Hitchcock convertiría en obra maestra.

Considerado padre del género, anticipó –¡hace un siglo!– el surgimiento de la Yihad contra Occidente en El profeta del manto verde. Sir Compton MacKenzie, nacido en una célebre familia de actores –su hermana Fay fue elegida por el propio J. M. Barrie para el papel de Wendy en el montaje original de Peter Pan–, llevaba la simulación en la sangre. Su salud le alejó de los frentes de la Gran Guerra (salvo de la hecatombe de Galípoli, a la que sobrevivió), aunque cumpliría servicio en la Inteligencia Británica. En 1916 formó una red de contraespionaje en Grecia, y tan grande llegó a ser allí su influencia, que, cuando se estableció la efímera República de Citera, le ofrecieron su presidencia, que el alto mando le obligó a rechazar. Escribió una veintena de novelas , entre las que pervive el clásico popular Whisky Galore, y diez tomos de memorias. En 1932, con el volumen correspondiente a la campaña en imprenta, fue condenado por revelar información sobre el MI6, y el libro censurado. No se publicó hasta 2011.

A estas alturas Graham Greene no necesita presentación. Su nombre llegó incluso a sonar como candidato al Nobel en 1967, y muchos de sus libros, incluidos sus ‘thrillers’, convertidos en clásicos modernos, abarrotan aún las librerías. Una de sus pasiones fue viajar por lo que describe como “los lugares más salvajes y remotos del mundo”; y precisamente por esos viajes el Servicio Secreto se interesó en él. A través de su hermana Elisabeth, que trabajaba allí, se le reclutó como agente. Buena parte de sus experiencias están narradas en El revés de la trama o Nuestro hombre en La Habana. Uno de sus mejores amigos en la agencia –y su supervisor– fue Kim Philby, descubierto más tarde como agente doble soviético, miembro de los “cinco de Cambridge” (escándalo que serviría a Le Carré de modelo para la conspiración de El topo).

Años más tarde, Greene le escribiría un controvertido prólogo a My Secret War, su autobiografía. Otro aristócrata, el séptimo Barón de Clanmorris y par de Irlanda, John Bingham, auténtico maestro de espías y novelista de éxito, es recordado, sobre todo, por ser el hombre detrás del George Smiley de Le Carré. Escuchar una conversación que no debía en un tren le valió, durante la II Guerra Mundial, ser reclutado por el MI5, para el que trabajaría durante las tres siguientes décadas. Asistiendo a Max Knight, el “más inusual –y exitoso– operativo” del Servicio de Seguridad, lo aprendería todo del oficio, y, tras su retiro, se convirtió en el principal captador e instructor de la casa. De entre sus muchos pupilos, uno, David Cornwell, estaba destinado a la fama bajo el ‘nom de plume’ de John Le Carré. El éxito de sus novelas, que empezó a publicar a comienzos de los 50, convenció al autor de ‘El espía’ que surgió del frío de escribir. La inspiración estaba allí, delante suyo: “Nadie que conociese a John y la clase de trabajo que hacía podría no haberle reconocido en la descripción de Smiley en mi primera novela”.

Alguien los definió una vez como “hombres morales que sobreviven en un mundo inmoral”, y, a juzgar por sus títulos y condecoraciones, parece que la proposición es justa, o al menos acertada. “Nadie en sus cabales llamaría vida a aquello. Se trataba de sobrevivir”, dice Graham Greene, acompañando la frase con una bocanada de humo. Buchan protesta: “Y de salvaguardar Rey y Patria. ¿Se te olvida el deber?”. La mirada del hombre que dio vida a Harry Lime lo dice todo, pero no vuelve a despegar los labios. Sir Compton MacKenzie está demasiado ocupado con un whisky de Islay, pero ya satirizó sobre el particular en Water in the Brain, una de sus últimas novelas, en la que Pomona Lodge, cuartel general de la Inteligencia Británica en un barrio residencial al norte de Londres, se convertía en casa de reposo para “servidores públicos que habían perdido la razón sirviendo a su país”.

El Barón de Clanmorris, en cambio, no quiere dejar pasar la oportunidad de expresarle a su antiguo colega Cornwell/Le Carré lo mucho que le decepcionaron sus dardos, no tanto contra él mismo como contra el servicio: “Esta es una profesión de caballeros, y los trapos sucios se lavan en casa”. Faltan tres minutos para las seis y un anciano mayordomo llama a los socios a cenar; fuera, la noche ha vuelto a tomar por sorpresa la ciudad. Misión cumplida.

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