Aquellos maravillosos transatlánticos: un siglo de barcos majestuosos y veloces

Aquellos maravillosos transatlánticos: un siglo de barcos majestuosos y veloces
Aquellos maravillosos transatlánticos: un siglo de barcos majestuosos y veloces

«Enorme”, exclama Julio Verne en Una ciudad flotante, el relato de su travesía transoceánica, de Liverpool a Nueva York, a bordo del Great-Eastern, en 1867: “Este es el adjetivo que mejor define a estos gigantes del mar, grandes como ciudades flotantes, que se deslizan silenciosos y profusamente iluminados sobre la negrura del océano. ¡Enormes! Con enorme cantidad de crujías y máquinas, enorme ostentación de lujo y, sobre todo, enorme concentración de personas, de la bodega a las cubiertas, en blusón de trabajo, en librea, en uniforme, en frac o en traje de noche”.
Al comienzo del relato, Verne asegura que se trata de un “viaje de aficionado, ni más ni menos: me entusiasmaba la idea de atravesar el Atlántico sobre aquel pedazo de condado desprendido del suelo inglés y que, después de haber atravesado el mar, debía soldarse al continente americano”. Sin embargo, para el ya entonces reconocido autor de ‘Viaje al centro de la Tierra’ y ‘De la Tierra a la Luna’, la travesía se convierte en un nuevo viaje iniciático, cuando, tras el natural asombro por las dimensiones y la estructura, Verne descubre que aquel inmenso barco de ruta regular “no es sólo una máquina náutica, sino un microscopio, pues lleva un mundo consigo”, y que “nada tiene de extraño que en él se encuentren, como en otro teatro más vasto, todos los instintos, las pasiones, todo el ridículo de los hombres”. Resultado: ese mismo año publica Los hijos del capitán Grant, novela “transatlántica” donde las haya; y dos años después, la celebérrima 20.000 leguas de viaje submarino.

En el “siglo de oro” de los transatlánticos de línea regular, la experiencia de la travesía quedaba grabada para siempre en la memoria del pasajero: la llegada al puerto, la visión de la inmensa embarcación, inabarcable con la vista; la subida a bordo –el primer pie sobre el gigante, el primer paso hacia el Nuevo Mundo–, hasta la amplia entrada. Todo se recordaba: la acogida, las indicaciones, las escaleras, los infinitos pasillos; el camarote, sólo para dejar el equipaje y volver a salir a la proa, la popa o a algún costado, para ver el barco zarpar.

José Luis de la Viña

“Luego” como narra Scott Fitzgerald en ‘Suave es la noche’, de 1934, “llegan el lúgubre pitido ensordecedor, la tremenda vibración, y el barco, la idea humana, se pone en movimiento. El embarcadero y las caras que hay en él pasan de largo y por un instante el barco es un fragmento de ellos arrancado accidentalmente. De pronto, las caras apenas se distinguen, ya no tienen voz, y el embarcadero es uno de tantos puntos borrosos a lo largo de los muelles. El puerto corre rápido hacia el mar”.
DE LA VELA AL VAPOR

Hasta el siglo XIX no existió un servicio de transporte marítimo o fluvial público. Los barcos eran propiedad del comerciante o de la compañía comercial. Era un mundo de capitanes independientes o de sagas familiares muy parecidas a la del célebre armador Morrel, tan bien inventado por Dumas en ‘El conde de Montecristo’: compañías de hijos y padres armadores, cuyo único capital era, a menudo, un solo barco –eso sí, muy grande- del que dependía su vida entera; un barco a cuya partida asistían con la tristeza y la zozobra de quien ve partir a un hijo, y cuyo regreso empezaban a anhelar desde el mismo momento en que lo veían desaparecer en el horizonte.

Pero todo ello cambia definitivamente el 5 de enero de 1818, cuando el velero estadounidense James Monroe, de la Black Ball Line, zarpa de Nueva York con destino a Liverpool en el primer servicio público de línea regular transoceánica. Con su política de realizar travesías periódicas y aceptar cargas, la Black Ball Line revoluciona las actividades navieras tradicionales y da comienzo a una auténtica carrera por el Atlántico. De hecho, al año siguiente se produce ya el primero de los tres avances tecnológicos determinantes de la época, cuando otro velero estadounidense, el Savannah, cruza el Atlántico propulsado por vapor durante parte del viaje, ganando así en regularidad.

La carrera pasa, a partir de entonces, por el vapor, y dura hasta 1838, cuando el buque británico Sirius se convierte en el primero en realizar la travesía exclusivamente con propulsión a vapor; y ello, precisamente en el mismo año en que, en Liverpool, es botado el Ironsides, el primer barco del mundo con casco de hierro, el precursor conceptual de los grandes transatlánticos que –cada vez más enormes y más rápidos– están a punto de aparecer. A partir de 1840, cuando la naviera inglesa Cunard inaugura, con el Britannia, su línea regular entre Liverpool y Boston, los buques no compiten ya sólo en tamaño, capacidad y velocidad, sino también en equipamiento, comodidad y lujo.
EL MICROCOSMOS DEL MACRONAVÍO

Salones, restaurante, escaleras principales, suites, camarotes: todo es cada vez más grande y lujoso en los transatlánticos. Los pasajeros de primera clase, que suelen viajar por puro placer o por negocios, ocupan amplios y elegantes camarotes individuales, cuando no lujosas suites, ubicados por lo general en las cubiertas superiores, encima del restaurante, la sala de té, la sala de baile y demás espacios sociales a ellos destinados.

En cuanto al ambiente, “malas lenguas llegan a afirmar que durante la travesía, la bella marquesa no perdonó medio de captar la voluntad de un yerno tan rico”, recuerda Balzac en Eugenia Grandet; pero lo cierto es que, además de casamenteras y estafadores irresistibles, en las primeras clases del Britannia, del Great Eastern o del Etruria se cruzaban –unos de camino, otros de regreso– terratenientes, empresarios, matrimonios con hijos, viudas, profesores, literatos…
En la cubierta siguiente se encuentra la segunda clase, de largo la más pequeña, cuyos camarotes son más reducidos y tienen, por lo general, dos camas. Aquí viajan a menudo familias de madres solas con hijos, que van al encuentro del padre y marido emigrado en años anteriores, porque, como recuerda Anne Brontë en Agnes Grey, “aunque en algunas ocasiones eran familias enteras las que se arriesgaban a empezar una nueva vida en un lugar desconocido, lo más habitual era que emigraran hombres solos, entre otras razones por la dureza del trabajo y de la vida que allí les esperaba”. Su travesía es de puro anhelo de reencuentro, y va al ritmo de los niños: de la piscina al parque infantil.

José Luis de la Viña

Finalmente, en la cubierta inferior, encima de las mercancías, en camarotes de cuatro camas o en colas de literas, moran los pasajeros de la tercera clase: la más numerosa en cualquier barco, el gran motor humano que provoca el propio nacimiento de los transatlánticos. Y es que la inmensa mayoría de ellos huye de la miseria y de las guerras que asolan sus familias, sus países, Europa entera.

Los primeros en emigrar (ingleses y alemanes) son víctimas de una Revolución Industrial que, según Brontë, “no evitó, incluso en algunos casos pudo acentuar, periódicas crisis económicas que llevaron a parte de la población a tener que emigrar a cualquiera de las muchas colonias que entonces poseía el país”. Les siguen, a lo largo de las décadas, italianos, españoles y portugueses, hasta la locura de la Segunda Guerra Mundial, cuando las terceras clases de los grandes transatlánticos empiezan a llenarse de perseguidos, además de por el hambre, por sus ideas o por su religión.
MIRADA AL FUTURO

Los pasajeros de tercera clase son, pues, los que van hacia el Nuevo Mundo con más miedo y horror. Así los recoge el imaginario colectivo, gracias también a grandes escritores, como Joseph Conrad. Sin embargo, no sólo hay horror en las terceras de los transatlánticos: “Si anoche me hubieran dado a elegir lo que quería ser”, confiesa Kafka en una de sus Cartas a Milena a comienzos de los años 20, “habría querido ser un muchachito judío del Este que está allí, en un rincón de la sala, sin el menor asomo de preocupación, mientras el padre discute en el centro con otros hombres, la madre, con su voluminoso atuendo, revuelve los harapos del equipaje, la hermana charla con las muchachas y se rasca la cabeza hundiendo los dedos en su hermosa cabellera… ¡Y dentro de un par de semanas estarán en América!”.

El entusiasmo de Kafka –“¡hay que emigrar, Milena, hay que emigrar!”– nos recuerda, de paso, que el célebre verso de Edmond Haraucourt (1856-1941), Partir es morir un poco, compuesto en 1891, si bien hermoso, ya era anacrónico cuando fue escrito, pues gracias a los transatlánticos de línea regular hacía ya décadas que partir no era (no tan sólo) morir un poco, sino también, o sobre todo, lo contrario, “nacer a nueva vida”. La gente partía triste, sí, pero al mismo tiempo llena del espíritu de Leonardo Da Vinci, cuando asegura: “En todo viaje hay oportunidad de aprender algo: la naturaleza es tan benigna que ordena las cosas de manera que, en cualquier parte del mundo, encontrarás algo que imitar”.

LLEGADA AL PUERTO

Con el fin de la Segunda Guerra Mundial llega la aviación civil y, con ella, el fin del “boom” de las líneas transoceánicas regulares. Se acaba así la carrera del Atlántico, después de un largo siglo en el que han surgido transatlánticos cada vez más grandes, con esloras que han llegado a superar los 300 metros, y que, gracias a los motores diesel, han reducido el tiempo de travesía del Atlántico Norte a menos de cuatro días. Sus nombres y sus imágenes están en la memoria de 60 millones de europeos, de todas las clases sociales, que gracias a ellos, a su capacidad y a su regularidad, consiguieron salvar la vida.

Por lo demás, como confiesa Rousseau, “durante esta larga travesía tuve algunas aventurillas y vi varias cosas que merecerían ser descritas; pero me falta tiempo, me rodean los espías; me veo obligado a hacer aprisa y mal un trabajo que exige el espacio y la tranquilidad que me falta”. De hecho, el tema es tan amplio y está tan lleno de anécdotas apasionantes, dramáticas y deliciosas, que “si alguna vez la Providencia vuelve a mí los ojos y me procura días más calmos, los destino a refundir esta obra si me es posible, o a lo menos a ponerle un suplemento que conozco necesita en gran manera.”

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Por Redacción Gentleman

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