Billar, ¿juego o deporte?

Billar, ¿juego o deporte?

Billar, ¿juego o deporte?

Un adagio tan añejo como todas las cosas exquisitas producidas en las islas británicas afirma que “lo mejor que existe entre Francia e Inglaterra es el mar”. Y lo cierto es que la suya es la historia de una cordial enemistad, como lo atestigua la sangre derramada en Hastings, Agincourt, Pondicherry o Waterloo. ¿Cómo iba el billar a escapar a tan pertinaz desencuentro? Dependiendo de la orilla del canal a la que uno crea, sus orígenes son, claro está, galos o anglosajones. Así, a Henri Devigne, artesano de la corte del prudente Luis XI, que habría concebido, si no el juego con sus reglas, sí al menos mesa, tacos, bolas y demás elementos materiales del mismo para solaz del monarca y la escasa nobleza que le rodeó en su reinado, se le enfrenta un tal Bill Yar –tan ignoto como divertidamente onomatopéyico–, su legendario padre del lado de Albión. El mismo término ‘billar’ reclama un doble origen, que procedería bien de la voz francesa billard –que a su vez derivaría de bille (bola)–, bien de la palabra inglesa bolyard –nombre del instrumento de madera, una especie de bastón, con el que se golpeaba la bola en las islas–. La primera sala pública de billar abrió sus puertas a los plebeyos aficionados parisinos en 1810, pero no sería hasta 1824 cuando Jack Carr desafiara a Edwin Kentfield en lo que ha pasado a la historia como el primer campeonato oficial. Que, por cierto, no llegaría nunca a disputarse, ya que Carr murió la víspera de la partida dejándole el título expedito a Kentfield (que demostraría su merecimiento manteniéndolo, eso sí, durante 24 largos años). Pero ¿de verdad es tan importante saber quién demonios lo inventó?

De la teoría a la práctica

El billar es un juego de precisión que, pese a obtener la carta olímpica, máximo reconocimiento de noblesse competitiva –algo así como entrar en el Almanaque de Gotha de los deportes–, para los Juegos de Atenas, en 2004, no ha visto coronado con laureles a campeón alguno, por el simple hecho de no haber concurrido aún en ninguna de las cuatro citas olímpicas celebradas desde entonces. Tampoco el ajedrez, su hermano mayor, pese a ser igualmente reconocido por el Comité Olímpico Internacional, ha conseguido más que unas solitarias olimpiadas propias. Amalgama la perfección de la gimnasta artística, la sangre fría del tirador de esgrima y la capacidad estratégica del corredor de fondo, en un juego donde la habilidad lógica permite adelantarse y programar jugadas que aún no sucedieron. Fangio, el Brummel del automóvil, lo vio claro: “Aprendí a contemplar el pilotar en una carrera como si fuese una partida de billar: si golpeas la bola con demasiada fuerza, nada consigues. Cogiendo el taco como es debido, uno conduce con más finura”.

Geografía de las variantes

El juego se basa en una engañosa simplicidad: hacer chocar las bolas entre sí y contra las bandas de la mesa forrada de paño (verde o rojo, según la modalidad). La praxis, , no es tan sencilla. Sus orígenes diversos, así como sus distintos estilos, han ido generado una serie de modalidades que le han aportado aquella alambicada complejidad que tanto seducía, en los deportes, a Julien Gracq. El billar francés, o de carambola, se juega con tres bolas –dos blancas y una roja, o bien una blanca, una roja y otra amarilla– y consiste en golpear con la bola jugadora a las otras dos. La carambola manda, de modo que, mientras se acierta, se sigue jugando.
En el pool, o billar americano, en cambio, se trata de introducir las bolas –lisas y rayadas, 14 en total, incluyendo la negra– en las troneras laterales, siguiendo un determinado orden marcado por las reglas específicas de cada juego (Bola 8, Bola 9, Continuo, Rotación, etc). En el típicamente británico snooker es el propio jugador quien va anunciando el orden en el que irá embocando las bolas, si bien deberá alternar obligatoriamente las rojas –15– y las de colores –6, atendiendo al valor creciente de éstas– hasta que no quede ninguna sobre la mesa. El recuento de la puntuación obtenida por cada jugador determinará el vencedor de la partida. También existe, por supuesto, un billar español, que divide la mesa en dos bandas (con tres agujeros cada una) en las que el jugador ha de introducir las bolas hasta sumar la puntuación triunfadora.

La popularidad del juego acerca confines, y, entre otras muchas variedades, existen el billar belga, la Minga peruana, un pool hindú, el Chicago cubano, el billar de quillas italiano… Como pocos otros juegos de salón, despojados de hierba y épica, el billar tiene un no-sé-qué de mítico. El metafísico Borges, a quien tan gratas eran las metáforas a medio camino entre lo arcano y lo popular, podría haber escrito –con palabras excelsas, por supuesto– que la vida de los hombres es, precisamente, como una partida de billar: la bola blanca, los días; la negra, nuestros muchos yerros; los jugadores siempre en pos de una ventura matemática. ¿Quién de nosotros conoce una sola de las inescrutables carambolas que le depara el destino? La forma en la que las bolas surcan deslizándose el tapete, verde como los laureles de Niké, la diosa de la victoria, entrechocando, imponiendo rigores de precisión, ¿no tiene, acaso, simbólicamente al menos, algo de reto al destino? Ya saben, Albert Einstein calculó mentalmente las probabilidades: hay seis millones de tiros posibles en una partida. Solo seis millones.

Mitos ¿reales?

“Tú y cualquier maldito jugador decente queréis ser héroes. Pero para ser un héroe hay que firmar un contrato con uno mismo. Si quieres la gloria y el dinero tienes que ser duro. No quiero decir que te desprendas de la compasión, no eres un timador ni un ladrón: esos no pueden vivir si sienten compasión. Yo mismo la siento. Tengo momentos blandos. Pero soy duro conmigo mismo y sé cuándo no hay que ser débil (…). No dejes que te convenza la voz que dice: libérate, no te comprometas. Haz callar esa voz. No intentes matarla: la necesitas ahí. Pero cuando empiece a decirte que no hay ningún contrato, hazla callar”. Esa es la mayor enseñanza que el mánager Bert Gordon –una alimaña con forma humana, para quienes no recuerden bien la novela de Walter Tevis, filmada por Robert Rossen– da a su pupilo Eddie El Rápido en El buscavidas, relato mítico que bien podría ser el Gilgamesh del billar.

Nada que ver con reyes tiránicos y lascivos ni con las quejas de sus súbditos a los dioses, pero una lección moral equiparable: la virtud siempre estará por encima de todo vicio, también sobre el tapete. O como lo reformularía el verdadero Gordo de Minnesota, Rudolf Wanderone, jugador casi tan legendario como el personaje al que reclamó con insistencia haber servido de modelo: “Cuando jugaba al billar era como un buen psiquiatra: curé a muchos de sus ilusiones y fantasías”.

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