¿Cómo desaparecieron los 20 diamantes más bellos del mundo?

¿Cómo desaparecieron los 20 diamantes más bellos del mundo?
¿Cómo desaparecieron los 20 diamantes más bellos del mundo?

Aunque nadie puede decir qué ha sido de ellos, todo el mundo sabe lo magníficos que fueron. Abraham Bosse, que realizó un grabado de los diamantes en 1670, se refiere a ellos usando un superlativo simple pero explícito: “Los más hermosos”. Esta es la historia de los diamantes adquiridos por Luis XIV al comerciante Jean-Baptiste Tavernier (1605-1689) en 1668, tal como puede seguirse a través de la School of Jewelry Arts de París basándose en la información de la casa Van Cleef & Arpels.

Es la historia de un viaje realizado a lo largo de las rutas comerciales que conectan Este y Oeste. Entre los varios miles de diamantes traídos de India por Tavernier y ofrecidos al Rey Sol en 1668, veinte destacaban por su impresionante belleza. Todos desaparecieron en el siglo XIX, a excepción del Diamante Azul, pero vuelven a la vida a través de la exposición. La reproducción de estas veinte piedras excepcionales no hubiera sido posible sin un enfoque multidisciplinario que combina investigación de archivos, imágenes antiguas y el uso de las tecnologías más avanzadas. Establecida en 2012, la escuela inicia al público en el ‘savoir faire’ de las técnicas de fabricación de joyas, el mundo de las piedras preciosas y la historia de la joyería a través de clases, conferencias y exposiciones que se ofrecen, tanto en París como en todo el mundo.

La presentación de estas réplicas de diamantes supone un acontecimiento trascendente por varias razones. En primer lugar, la exposición revela cómo el corte de Mughal del siglo XVII (que intervenía sólo lo imprescindible en el tallado para primar la exhibición de la pureza de la piedra), terminó siendo eclipsado por el corte europeo, mucho más intervencionista y sofisticado, que facetaba mucho más las piedras para dotarlas de mayor brillo.
También nos permite comprender la fascinación de Luis XIV por el esplendor excepcional de estas piedras, de las cuales se convirtió en propietario a finales de 1668. Finalmente, la exposición ilustra la relación que se forjaba en ese momento entre Oriente y Occidente, en una Europa apasionada por las culturas extranjeras y exóticas.

Son las cuatro “C” –‘color’ (color), ‘clarity’ (pureza), ‘carat’ (quilates) y ‘cut (tallado)– las que establecen el valor de un diamante. Las tres primeras dependen de la naturaleza; el tallado corresponde al hombre. Pero, independientemente del eventual descenso del precio de los diamantes, hace siglos que estas piezas –que son en realidad carbono puro cristalizado, sometido desde hace mil millones de años a una inmensa presión a unos 150 kilómetros de profundidad, y más tarde transportado a la superficie por la roca incandescente–, se convirtieron en favoritas de reyes, nobles pudientes y comerciantes internacionales.

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Los primeros diamantes que Occidente conoció provenían de India, aunque hoy ya solo aparecen en el sur de África. El diamante debe su actual prestigio al destino que Luis XIV creó para él. El Rey Sol estaba obsesionado con el brillo, y organizó un sistema de iluminación en las calles de París como no se conocía antes en toda Europa, por lo que desde entonces pasó a ser conocida como ‘la ciudad de la luz’. También le gustaban los espejos, y el champán, pero, sobre todo, los diamantes.

Hasta entonces, la gema favorita en las cortes era la perla; de hecho, su madre, la española Ana de Austria, poseía el más célebre collar de perlas conocido en Europa. Sin embargo, su hijo las relegó para los momentos de duelo, y se cubría de diamantes de pies a cabeza para que toda su persona irradiara luz. Su favorito, y el más famoso, era el diamante Azul, tallado en forma de corazón, que llevaba colgado al cuello con una cinta.
Al rey le gustaban los montajes minimalistas, casi invisibles, y consiguió tallas cada vez más sofisticadas. Tras la introducción de la rueda giratoria de metal, Occidente comenzó a dar mayor valor al brillo de la piedra que a su tamaño. Pero con el empeño constante del monarca, que intervenía en cada decisión, sus lapidarios, verdaderos artistas reclutados por Europa, desarrollaron ingeniosos facetados para que el diamante atrapara la luz del sol o de las velas, y la multiplicara. Todo Versalles brillaba, los diamantes se pusieron de moda y él llegó a reunir una colección de 6.000 diamantes, ninguno de ellos pequeño.

El destino del diamante Azul, que antes de ser tallado pesaba 111 quilates y que Jean Baptiste Tavernier –a quien se puede considerar el padre del comercio de diamantes moderno– llevó a Francia desde India, fue muy azaroso. La gema azul en forma de corazón fue robada durante la Revolución Francesa, reapareciendo en Londres en 1812, cuando un comerciante lo hizo tallar de nuevo para facilitar su venta. El corazón, de 69 quilates, se convirtió en una piedra oval de 45 quilates. Hacia 1839, lo compró Henry Philip Hope, y por eso se conoce hoy como el diamante Hope. Desde entonces, adquirió un nuevo tipo de celebridad debido a las desgracias que sufrieron sus sucesivos propietarios. En 1958, el joyero neoyorquino Harry Winston se hizo con la pieza y la donó al Instituto Smithsonian de Washington.
La sencilla montura original de este diamante fue sin duda el primer paso hacia la joyería moderna, con engastes casi imperceptibles. Y de la mano de casas de alta joyería como Van Cleef & Arpels, la evolución de la orfebrería siguió el camino de las bellas artes que había comenzado en la corte del rey absoluto.

La casa Van Cleef & Arpels nació en 1886 de la asociación de Alfred Van Cleef y su primo Salomon Arpels. En 1906, se abrió la primera tienda en la Place Vendôme de París, que ha llegado a ser el gran lugar de concentración de las mejores joyerías del mundo. En 1930, la firma decide lanzarse a la conquista de América, inaugurando tiendas en Palm Beach y en la Quinta Avenida de Nueva York. Tras la II Guerra Mundial, la familia emigra a los Estados Unidos, deviniendo el estilo de la firma en una deslumbrante combinación de inspiraciones francesas y americanas cuyo prestigio se mantiene incólume. Una muestra es el sorprendente collar de inspiración surrealista que realizó en los años 40 para la duquesa de Windsor, en forma de cremallera, plagado de brillantes montados sobre platino, con dientes de diamantes y una gran borla. Una de la mayores locuras jamás concebidas en orfebrería.

Por Redacción Gentleman

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