El eterno placer de la lectura veraniega

Marilyn Monroe leyendo.

La actriz Marilyn Monroe lee el libro Sobre la técnica de la actuación, de Michael Chejov, en un momento de relax. La foto fue tomada por Ed Feingersh en el Hotel Ambassador de Nueva York en 1955.

El verano es el momento para desconectar del trabajo, el correo electrónico, las rutinas domésticas y demás obligaciones cotidianas y reconectar con nosotros mismos, nuestros placeres personales y todo lo que alimente nuestro espíritu. Ya sea caminar por un bosque umbrío, disfrutar de un día de playa o visitar ese museo que llevamos años deseando conocer. También, por supuesto, para, aprovechando su belleza –y la calma–, sacar todo el jugo de nuestro destino vacacional con un libro en las manos. Y, de hecho, los españoles leemos durante los meses estivales la mitad de la letra impresa que consumimos al año.

La costumbre de lectura veraniega, tal como la conocemos ahora, surgió en los Estados Unidos a mediados del siglo XIX, impulsada por una emergente clase media, coincidiendo con la popularización de la lectura y la aparición del concepto de tiempo libre. Y es que la ociosidad no tiene por qué ser forzosamente improductiva. Si leer es siempre un goce, este se disfruta mucho más en verano, ya que, además de poder hacerlo sin prisas ni otro objetivo que el gusto, podemos hacerlo a la sombra de un árbol, en la piscina, una terraza o al borde del mar. ¿Qué más se puede pedir?

A día de hoy, casi siete de cada diez españoles se declara lector de libros y, entre ellos, el 65% –según el último barómetro de Hábitos de lectura y compra de libros de la Federación de Gremios de Editores de España (FGEE)– afirma hacerlo como parte de su tiempo de ocio. Es más, de los 8,6 libros anuales que leemos de media, prácticamente la mitad se consumen durante las vacaciones de verano. Aunque el consumo audiovisual de Netflix, Spotify, Instagram y TikTok o los juegos online y demás alternativas de ocio digital crecen agigantadamente, el libro representa todavía el 74% del consumo del entretenimiento físico. Y eso que el del libro electrónico ha aumentado algo más de un 40% desde la pandemia. Impresos en papel o en formato digital, el lector cuenta en nuestro país con 15.000 novedades editoriales al año –de las que el 86% vende menos de 50 ejemplares en un curso, según estadísticas del gremio de libreros– para poder sumergirse en un océano inmenso de posibilidades para todos los gustos.

La actriz Audrey Hepburn en el set de rodaje de la película Historia de una monja, en 1959.

Elogio de la lectura ociosa

A lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y las dos décadas iniciales del pasado, se produjo una progresiva flexibilización de las durísimas condiciones laborales generalizadas. La primera consecuencia fue una disminución gradual de la dilatada jornada laboral de las clases trabajadoras. Y en ese nuevo contexto es en el que surgieron, poco a poco, el weekend y su extensión anual, las vacaciones, y, con ellos, conceptos como ‘tiempo libre’ y ‘ocio’. La extensión de esta ociosidad entre la mayoría trabajadora tuvo inmediatamente un gigantesco impacto en la cultura popular, orientando a este sector poblacional hacia el consumo de una serie de productos culturales –la novela popular y de género o el cine, entre los más llamativos– específicamente diseñados para él. Ese fue el origen de la industria cultural moderna, también denominada ‘del entretenimiento’, dirigida a capitalizar la producción y el consumo de bienes culturales con un final evidentemente lucrativo. Uno de sus motores fue el sector editorial.

En esa modernidad auspiciada por el triunfo del capitalismo, el folletín decimonónico de los Dumas, Sue, Dickens o Wilkie Collins, esencia de la cultura popular, dio paso al best seller. Umberto Eco, que demostró –tanto con su obra literaria como en la dimensión académica– su fascinación por el folletín y las novelas por entregas, expuso cómo la técnica narrativa de aquellas sirvió de base para muchos otros productos de la cultura de masas de nuestra era.

Incluyendo muchos de los grandes éxitos editoriales recientes (pero también de la ficción televisiva y cinematográfica). El de best seller es un término un tanto impreciso, ya que no exige un volumen de ventas concreto, sino que, las más de las veces, resulta una estrategia de marketing para promocionar obras que han sido creadas sobre los gustos, las exigencias y expectativas del público masivo global. Y, en esa nueva cultura del superventas, las lecturas de verano han jugado, claro, un papel decisivo. No en vano todos los años durante estos meses se produce un significativo repunte en la venta de libros.

Anna Karina, en la película Una mujer es una mujer (1961), de Jean-Luc Godard.

Compañeros de viaje

Sin entrar en el siempre apasionado debate papel vs digital –que cada uno opte por el soporte que más le satisfaga; nosotros tenemos claro el nuestro–, trataremos de establecer, a lo largo de las siguientes líneas, una relación más o menos exhaustiva de los compañeros de viaje preferidos por los lectores vacacionales, apuntando géneros y/o tendencias dentro de ellos más que proponiendo una lista de títulos u autores, por fuerza tan subjetiva como, literalmente, interminable. Y eso solo en el terreno de la ficción, por mucho que los lectores de ensayo o biografías no desaparezcan en los largos días ociosos.

Decir que el calor le sienta muy bien a la novela policiaca resulta, a estas alturas, casi una obviedad. Ahí están la Agatha Christie enamorada del Mediterráneo –ya se trate de Rodas, Pollença o Alejandría–, la costa californiana que se presta como telón de fondo de autores como Raymond Chandler o Ross Macdonald, aquel memorable verano amalfitano del Ripley de Patricia Highsmith o el protagonismo de Sicilia y su cultura en las célebres aventuras del comisario Montalbano, de Andrea Camilieri, para demostrarlo. Dos tendencias dentro de un género tan amplio y diverso cotizan al alza: el morbo del hoy ubicuo true crime y la elegancia exquisita de los vintage mysteries –sobre todo de la llamada Edad de Oro, los años 20 y 30 del siglo pasado– que, en nuestro país, están recuperando editoriales como Siruela, dÉpoca o Espuela de Plata.

Otros dos géneros la acompañan, fieles, en el podio: la novela histórica y la romántica. De Ken Follett a Megan Maxwell, los Flaubert y Austen de los aeropuertos y las estaciones de tren. Auténticos superventas cuya calidad literaria puede que dudosa, sí, pero que cuentan con millones de ávidos lectores dispuestos a defenderlos y, sobre todo, a consumirlos. Bien distinto es dedicar parte de las vacaciones a leer esos títulos de los que todo el mundo habla: colegas de trabajo, amigos, libreros y suplementos literarios, éxitos de la temporada para los que no encontramos tiempo durante el curso.

Y ¿quién no se recuerda al borde de una piscina cristalina con un clásico en las manos? Lecturas obligadas de las que inexplicablemente nunca dimos cuenta y que, en muchos casos, nos sirven en bandeja aniversarios, adaptaciones al cine o premios. Tanto pueden ser Arthur Rimbaud, Rainer Maria Rilke, Katherine Mansfield o Italo Calvino como Erich Marie Remarque y Pascal Quignard. ¡Otro check en la lista!

Un párrafo aparte merecen los libros de viaje –y, en menor medida, también su perversión, las guías–, páginas que transportan, inspiran u orientan. Alta literatura en manos de Bruce Chatwin, Patrick Leigh Fermor o Paul Theroux, y antes de R. L. Stevenson, Isak Dinesen o Vernon Lee. Sin olvidar los libros-destino, es decir, aquellos ambientados en el lugar al que iremos de vacaciones –leer a los hermanos Durrell en Grecia sería un perfecto ejemplo–, no solo una inmejorable forma de intensificar la conexión con el destino elegido, también, gracias a la tierra y las páginas puestas de por medio, de –paradójicamente– acercarnos a nosotros mismos.

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