El origen de las bibliotecas públicas: un viaje a la Roma del siglo XVII

El origen de las bibliotecas públicas: un viaje a la Roma del siglo XVII

El origen de las bibliotecas públicas: un viaje a la Roma del siglo XVII

Cuentan que Tolomeo I, el sucesor de Alejandro Magno, siguió el consejo de un sabio ateniense y fundó una biblioteca en Alejandría para que la ciudad adquiriera fama. Aún hoy, casi un milenio y medio después de su destrucción por parte de los primeros musulmanes, la de Alejandría permanece en el imaginario como el modelo ideal de una biblioteca universal, el lugar en que, en su momento, llegó a reunir todo el saber de la Antigüedad.
Se estima que la biblioteca contaba con más de 500.000 textos en rollos de papiro: un número inmenso si se considera que, antes del nacimiento del libro impreso, la biblioteca papal de Aviñón contaba con 2.000 volúmenes y ésta era considerada la más grande de todo el mundo occidental. En Roma, durante el imperio de Constantino, había 28 bibliotecas públicas y en todas las casas de los dignatarios romanos había bibliotecas privadas.

En cambio, durante los oscuros años de la Edad Media la actividad principal de las bibliotecas –en la penumbra de los sótanos de las abadías– consistía en hacer copias y transcribir los manuscritos en un pergamino, a veces de manera muy poco fiel. Los libros escritos a mano sobre pergamino que se difundieron a partir de los siglos III y IV, llamados códices, eran muy costosos, precisamente por el largo proceso de copia, así como por el precio del pergamino y de su tratamiento, pues hacían falta cientos de pieles de oveja o cabra para un solo volumen.

Sin embargo, esa exclusividad hizo que, con el florecimiento del arte de pintar miniaturas, estos libros de una sola copia se convirtieran, en muchos casos, en auténticas obras maestras. Por lo demás, hubo que esperar hasta el Renacimiento y la invención de la imprenta para que el libro volviera a ser de nuevo público, popular, como en las bibliotecas de la Roma imperial.
A partir del nacimiento de los tipos de imprenta a mediados del siglo XV, la difusión de libros se hizo inmensa en muy poco tiempo en todo el mundo occidental. Los libros impresos entre el nacimiento de la imprenta (la Biblia de 42 líneas de Gutenberg, realizada en 1456) y 1500 se denominan incunables: son sin duda alguna los libros más bellos, los que han constituido el modelo de composición tipográfica y formal que, en esencia, ha permanecido hasta nuestros días. Además, se puede decir que la imprenta ha sido la primera industria en el sentido moderno de la palabra, puesto que se fundamentaba en la producción en serie de mecanismos intercambiables y, por ende, en la estandarización de la producción.

En cuanto a los lugares públicos de lectura, fue entre los siglos XVI y XVII cuando se empezaron a crear las grandes bibliotecas públicas destinadas al estudio (y no sólo a dar prestigio a los nobles o al clero) que, a la zaga del saber humano, se volvieron cada vez más monumentales.

Sin embargo, los libros son objetos que se deterioran fácilmente. Han de hacer frente a una multitud de enemigos: el polvo, el moho y los insectos los atacan sin piedad, y están expuestos a la humedad y al descuido de los propios seres humanos. Y es que, para una buena conservación, el papel necesita una temperatura y una humedad constantes (entre 18 y 22 grados, y entre el 50 y el 55 por ciento de humedad), requisitos garantizados sólo por los gruesos muros de las antiguas bibliotecas o los aislados almacenes futuristas de las bibliotecas más modernas.
Por lo demás, el papel envejece inexorablemente debido a la calidad de la hoja. Un libro del siglo XV o del XVI bien conservado parece, aún hoy, recién salido de la imprenta, porque el papel, producido con trapos de algodón, la celulosa y los pegamentos eran excelentes en esa época. En cambio, los papeles actuales, ya casi sin celulosa, se hacen migajas a los treinta años. Así, nuestros actuales monumentos de papel, que deberían ser capaces de desafiar varios siglos, en realidad corren el riesgo de extinguirse dentro de cien años, y eso sin contar con la amenaza de las termitas que, con sus fantásticas galerías entre página y página, son capaces de destruir irreparablemente un libro en pocos años.

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