Solomillo. Ángel Muro le llamaba también solomo, voz que indica a la perfección la situación de esta pieza: bajo el lomo. Fue el corte más apreciado del despiece de vacuno, aunque la gente estaba de acuerdo en que no era el más sabroso; pero sí el más tierno (ese músculo apenas trabaja) y el más magro (carece prácticamente de grasa infiltrada).
Para los franceses, que le llaman ‘filet’, y los italianos, que lo conocen como ‘filetto’, está claro que es el filete por antonomasia. De él se cortan las mejores piezas, las elegidas por la gran cocina para las mejores creaciones, que hoy nos parecen barrocas, pero que eran, algunas de ellas, auténticas obras de arte culinario.
Pensemos en el solomillo dedicado al general Wellington, que incorpora ‘foie-gras’ y va envuelto en una capa de hojaldre; recordemos que Giuseppe Cipriani cortó su primer ‘carpaccio’ del corazón de un solomillo que tenía en la cámara del Harry’s Bar. Hay que recordar los nombres ilustres dados a algunos ‘tournedos’: Rossini, Henri IV… Y hay que pensar en esa especie de antecesor del chuletón actual que llamamos ‘chateaubriand’.
Un ‘chateaubriand’, nos dice Ángel Muro, resulta de cortar del mejor solomillo un trozo «como la palma de la mano de ancho y largo, y del grueso de ocho centímetros». Añade que el ‘chateaubriand’ equivale «a comerse dos biftecs en uno».
Más moderada es la «Marquesa de Parabere», que reduce a 400 gramos el peso de la pieza y a cuatro centímetros su grosor, por estimar que de otro modo es casi imposible darle el punto correcto. El problema es que para servirlo (con salsa ‘chateaubriand’, que es una salsa española historiada, y patatas ‘souflées’) recomienda dividirlo en tres partes, con lo que, a nuestro juicio, pierde su espectacularidad.
El ‘tournedos’, de menos diámetro que el ‘chateaubriand’, se corta del corazón del solomillo, en tanto que el ‘filet mignon’, que podríamos traducir como filete bonito, sin dar exactamente con el sentido que un francés da a ‘mignon’ o ‘mignonne’, se corta de la punta o cola.
Horno y, sobre todo, parrilla parecen ser el fin natural de un solomillo, entero o por piezas. Pero hay una fórmula diferente, que contaba Xavier Domingo que era típica de los propios carniceros franceses: el ‘boeuf à la ficelle’ o solomillo al cordel.
RECETA PARA UN SOLOMILLO AL CORDEL
Primero limpiar concienzudamente la pieza de solomillo de toda clase de ‘desperdicios’. Con ellos, más un par de huesos de caña, vayan haciendo un caldito.
A medio hacer, una media hora, tal vez algo más, añadan a la olla verduras varias: zanahorias, puerros, apio, una cebolla claveteada con clavos de olor, un poco de perejil, algo de estragón, pimienta negra…
Cinco minutos, o un poquito más, después introduzcan en el conjunto el solomillo, atado con una cuerdecita a una de las asas de la cacerola, para facilitar su extracción posterior. Dejen que se haga, a fuego amoroso, entre diez y quince minutos por cada medio kilo de peso.
Tiren entonces de la cuerda, fileteen el solomillo (por dentro tendrá un apetitoso color entre rosa fuerte y francamente rojo) y dispónganlo en el plato, junto con las verduras, que estarán en un muy buen punto de cocción. Hay varias posibilidades de aliño: desde jugar con unas cuantas mostazas (a mí me gusta mucho la mostaza ‘completa’ de Dijon) hasta los pepinillos en vinagre.
Como lo que está claro es que a estas verduras les va de maravilla el vinagre, yo usaría una vinagreta tibia, con un puntito de mostaza.
Simplificando, éste sería un ‘pot-au-feu’ (versión francesa del cocido) de lujo, aunque a los amantes del chuletón pueda parecerles un plato para convalecientes. Y es que olvidamos que, además de las parrillas, las carnes nobles pueden tener no menos nobles finales, como éste, o como algún glorioso estofado, del estilo de esa maravilla que es el ‘boeuf bourguignon’ (buey a la borgoñona).
En fin, solomillo. Hoy en las estanterías se ve bastante… pero de cerdo.