Reconozco que, gracias a un excelentísimo profesor de francés que tuve en el Bachillerato, don José Quintero, jamás albergué el menor rastro de esa desconfianza hacia lo francés tan extendida; al contrario, me enseñó a amar el idioma (lengua del amor, la diplomacia y la gastronomía) y la cultura francesa. A Francia, en una palabra. Luego ya me encargaría yo de hacer una profunda inmersión en esa parte de la cultura francesa que es la gastronomía.
Y hoy tengo que decir: gracias, Francia. Merci. Gracias por vuestro siglo XVIII, por la Ilustración, por esa Enciclopedia de Diderot y D’Alambert que este año he tenido el privilegio de tener en mis manos, en la biblioteca de mi amigo Tanis de la Quadra Salcedo. Gracias por Voltaire, por Descartes.
Gracias porque no sólo hicisteis la Revolución, sino porque fuisteis capaces de depurarla y quedaros con sus consecuencias más positivas. Gracias por la Liberté, Égalité y Fraternité. Gracias por ser la tierra de refugio de todos los perseguidos por las dictaduras. Gracias por el código napoleónico.
Gracias por aceptar y considerar de casa a personas como Picasso o Jacques Brel. Gracias por ser tanto tiempo escaparate de las vanguardias, desde el impresionismo al teatro del absurdo. Gracias por sentiros orgullosos de vuestra bandera y uniros en el canto de vuestro himno en las duras y las maduras; esto, dicho con envidia desde un país en el que la bandera divide y el himno no tiene letra.
Gracias, yéndome muy atrás, por Carlos, llamado El Martillo (Martel), que en el año 732 paró la invasión sarracena de occidente, mientras que por aquí abajo, como siempre, estábamos empeñados en luchas intestinas, entonces entre los partidarios de Rodrigo y los de Witiza.
Gracias, millones de gracias, por vuestra cocina. La cocina, con artículo determinado.
Estamos en una columna gastronómica. Gracias, millones de gracias, por vuestra cocina. La cocina, con artículo determinado. Gracias por los restaurantes, hijos de la Revolución. Gracias por Escoffier y Montagné, por Chapel y por Point, por Guérard y Bocuse, por Robuchon, por Ducasse, por Bras, por Gagnaire, por Passard…
Gracias por el foie-gras con trufas. Gracias por la pularda medio luto. Gracias por el lenguado meunière. Y gracias, muchísimas gracias, por vuestra inmortal cuisine du terroir, que es la mejor cocina del mundo. Francia, que acogió vanguardias en todas las artes, se cuidó mucho de hacerlo en la cocina, quizá porque fueron los franceses quienes dieron a la cocina la categoría de arte mayor.
Quién no se ha reconfortado, en una fría noche, con una sopa de cebolla al estilo de Les Halles, con sus incómodos pero simpáticos hilos de queso entre la taza y la boca… Quién no ha disfrutado, en algún templo ostrero de Saint Germain des Prés, de una docenita de ostras con media botella de champaña. O, simplemente, se ha comido un biftec avec frites en una terraza soleada frente a la isla de San Luis.
Saborear unas mollejas a la crema con morillas; un entrecote al tuétano; una de esas aves de Bresse que llevan en sí mismas la bandera francesa: cresta roja, plumaje blanco, patas azules. Probar unas impecables ancas de rana; gozar de un buey a la borgoñona, de una sencilla blanquette de ternera. De una brandada de bacalao.
Si París resistió a los bárbaros de toda índole que le pusieron cerco, resistirá una vez más.
De una bullabesa, en el Vieux Port marsellés, una choucroute garnie en Estrasburgo, unos callos (tripes) en Caen o un cassoulet en Toulouse. Platos, todos ellos, du terroir. Un Camembert, un Roquefort, un Brie, un Vacherin, entre los cientos de quesos que se elaboran en Francia. Unas crêpes, una tarta Tatin…
Gracias, Francia, por Dom Perignon y su descubrimiento, el vino de los vinos, el champaña; gracias por los vinos de la Borgoña, por los bordeleses del Medoc, de Pomerol, de Saint Emilion, de Sauternes; gracias por los vinos del Ródano, del Loira y del Rhin,
Gracias por la nouvelle cuisine (la de los setenta), que ahí sigue, hasta en las casas. Gracias por la Guía Michelin, criticada y criticable, pero la más fiable. Y, ya puestos, gracias por Astérix y Obélix. Ah, y por hacernos soñar a todos con Julio Verne.
No, no soy París. Adoro París, eso sí. Y sé perfectamente por qué estos nuevos bárbaros atacan la capital de la libertad y la tolerancia, palabras cuyo significado desconocen: precisamente por eso.
Pero si la cultura y la libertad europeas, o sea, París, que las simboliza, resistió a los bárbaros de toda índole que le pusieron cerco, resistirá una vez más. Para eso, todos tenemos que darle nuestro apoyo, que va más allá que poner una bonita foto en las redes sociales.
París, Francia, se lo merecen. Se lo debemos. Nosotros no somos París, pero París y todo lo que representa sí es parte de nosotros. Gracias, Francia. Merci, Paris.