Uno podría perdérselo si, al consultar las guías de turismo de la región de Campania, se queda hipnotizado por el encanto de Nápoles o la silente tragedia que esconden las ruinas de Pompeya. Al rodear el Vesubio nos encontramos con Gragnano, una empinada villa de de 28.000 habitantes que, incluso antes de que la pasta se convirtiera en la exportación gastronómica italiana por excelencia, ya era conocido como el sitio donde se elaboraba la mejor de toda esta península.
La via Roma de Gragnano fue reformada en el siglo XIX para convertirla en un gran secadero de pasta al aire libre.
El emplazamiento de Gragnano, en un punto estratégico cercano al mar y en las faldas de los montes Lattari (la misma cadena que da vida a la península Sorrentina y que tiene continuación en la isla de Capri), resulta idóneo para el secado de la pasta al mantener la humedad justa a lo largo de todo el año. No hubo dudas sobre esto cuando, a comienzos del siglo XIX, la reforma de su calle principal se hizo pensando en cómo aprovechar al máximo el sol y los sucesivos vientos húmedos y secos que favorecían el proceso. Aquella via Roma transformada en un gran secadero se convirtió en un icono retratado en mil y una instantáneas que acabaron por confirmar la leyenda sobre el lugar.
En pleno siglo XXI, un cartel recibe al visitante a la entrada del pueblo recordándole que en ese instante entra en la “capital europea de la pasta”, pero no hace falta que leamos ninguna señal para darnos cuenta de dónde estamos. Su inconfundible aroma inunda cada esquina, abriéndonos el apetito e invitándonos a querer conocer más sobre este alimento tan sencillo como versátil. Para ello nos acercamos hasta el pastificio con más renombre de la ciudad, Garófalo. Desde que en 1789 el rey de Nápoles les concediera la primera licencia industrial de la historia para elaborar y comercializar pasta, el nombre de esta familia ha estado asociado a este oficio.
Para dar forma a la pasta, la masa se introduce en unos moldes de bronce que también le otorgan porosidad.
Estamos en toda una institución que sigue funcionando con el espíritu de una pequeña empresa en la no resulta extraño que los jefes se pongan el delantal y preparen un rotundo plato de pasta calamarata con patate e pancetta o cualquier otra especialidad. Una vez en el pastificio, unos impresionantes silos almacenan toneladas de sémola de trigo duro antes de ser mezcladas con agua -los manantiales de esta región son bien conocidos desde la época griega- y dar comienzo al proceso de amasado y al posterior corte o trefilado. Para dar forma a los penne, radiatori o mafalda, la masa es introducida en uno unos peculiares moldes circulares de bronce que también dotan al alimento de la porosidad precisa para dejar que la salsa que usemos se infiltre en la pasta.
Sorprende al visitante la gran ‘sábana’ continua de pasta que surge sin cesar de una de las máquinas: pronto esa gigantesca lámina será cortada en finas tiras para dar forma a los fusilli lunghi o los spaghetti que poco más tarde colgarán de unas finas barras listos para transportados, con un hipnótico movimiento, al secadero del pastificio. Atrás quedaron los días en los que la pasta se secaba al aire libre, pero a cambio de perder la bucólica estampa de la via Roma repleta de linguine ganamos en calidad, ya que el proceso actual permite mantener mejor las cualidades del producto. Ahora sí, la pasta está lista para ser empaquetada y -lo que es más importante- cocinada.