Porque, por ejemplo, en mi niñez coruñesa no me cabe duda de que teníamos a nuestro alcance unas merluzas magníficas, cuando aún había merluzas en aguas gallegas y la gente miraba por encima del hombro a la procedente del Grand Sole, caladero que entonces se consideraba «remoto»… El problema era que en la cocina de mi casa no sobraba el arte, y sí la rutina; sólo recuerdo una festiva merluza rellena, barroquísima, pero que me parecía deliciosa.
Pasó el tiempo, y me alineé con la opinión de Cunqueiro, que decía que la merluza era «una superstición de los señores abades de las Rías Baixas». Menos mal que crecí, viajé… y descubrí la merluza. Hoy, la merluza está entre mis pescados preferidos; me refiero a los cotidianos, clase en la que no puedo enmarcar a un rodaballo de doce o catorce kilos.
Poco a poco, y reconociendo que tanto la merluza en salsa roja (a la gallega) como la merluza en salsa verde son dos obras de arte culinarias, he ido dirigiendo mis preferencias a la merluza rebozada y frita. Por supuesto, con una serie de requisitos.
Lo primero, seleccionar el género. Pescadero de confianza. Fíjense en la etiqueta: debe especificar la procedencia. Hoy, la más normal será el propio Grand Sole; en aguas gallegas quedan tres o cuatro ejemplares, y los doce que hay en el golfo de Vizcaya acaban en la cocina de los grandes cocineros donostiarras. Del Grand Sole, pescadas con palangre (línea de anzuelos). Y merluza europea, no patagónica, chilena ni senegalesa, por citar sólo tres procedencias habituales de la merluza que se vende fresca en nuestros mercados.
Seleccionamos un ejemplar ni grande ni pequeño. Paco, nuestro eficiente pescadero, procedió a dividirla a lo largo en dos lomos, sin piel ni espinas; cabeza y espina central se reservarán para otros menesteres, como un estupendo fondo de pescado.
Ya en casa, lavamos los lomos. Ustedes son muy dueños de no hacerlo, siguiendo el ejemplo de tantos cocineros televisivos, cuyos modos en la cocina hacen que cada vez salga menos a comer fuera. Nosotros los lavamos, y luego los escurrimos. Así las cosas, los dividimos en filetes separando la parte gruesa de la fina: los tiempos de cocción son distintos. Inmediatamente, los salamos, con sal marina. Ya sé que hay quien tiene algo que decir de salar el pescado con antelación. Yo les digo: háganlo. La sal está en el medio natural del pescado de mar, y lo demás son tonterías. Pusimos los filetes que preveíamos consumir en una bandeja, y pasamos los demás, en bolsita etiquetada, al congelador. Nunca me cansaré de decirles que es mil veces mejor congelar lo que no se va a consumir que congelar lo que no se ha consumido: va un mundo.
Rebozado, ahora. Pero… no a la romana, con harina y huevo, sino a la andaluza: sólo harina. De la que ellos usan para freír, de trigo duro, que sella el pescado inmediatamente. Sin manoseos: en una bolsa de plástico, de las de bocadillos, nueva, ponemos tres o cuatro cucharadas de esa harina, y unos cuantos filetes de pescado. La cerramos volteándola y haciendo una especie de globo, y la agitamos unos momentos: el pescado tomará la harina necesaria. Todo listo, a la sartén. Aceite virgen, limpio, caliente para que selle la superficie del pescado; en cuanto empiece a cambiar de color y tomar un leve tono dorado, bajamos el fuego y dejamos hacer con calma, hasta que la merluza toma ese maravilloso color blanco marmóreo por dentro y dorado, no tostado, por fuera. Espumadera, papel absorbente… y al plato.
Allí le espera su mejor compañía: una ensalada de una buena lechuga con cebolla tierna, aliñada con aceite virgen, sal marina y zumo de limón. Hablando de éste: mucha gente considera que poner limón a esta merluza, o a cualquier pescado, es una barbaridad. Yo no diré eso. Diré que… cada cual a su gusto. Yo pongo limón a unos sí, a otros no… Creo que el limón, el ácido cítrico, potencia y se entiende muy bien con los sabores yodados que debe exhibir una merluza frita como es debido. Pero no les diré que lo pongan, ni que no lo pongan. Como decía el príncipe Orlovski en El Murciélago de Johann Strauss hijo, chacun à son goût.
Un aperitivo de navajas en aceite de oliva, un excelente Albariño en las copas, un postre mezcla de lácteo y frutal (una deliciosa panna cotta con fresas) y se siente uno en paz con el mundo. Y todo por el expeditivo sistema de cogerse, literalmente, una buena merluza.