Las Vegas: el triunfo del 'old fashioned' en pleno siglo XXI

Las Vegas: el triunfo del 'old fashioned' en pleno siglo XXI

Las Vegas: el triunfo del 'old fashioned' en pleno siglo XXI

Las Vegas tiene algo que aturde. Da la sensación de que hay algo que no se termina de comprender. Como si hiciera falta tomarse la píldora roja de Matrix para visualizar la realidad de la ciudad. Primero piensa uno que esa nebulosa la provocan los estímulos constantes. Las luces, la música, el ruido y esos interiores de casino sin ventanas en los que se pierde la referencia temporal y no se sabe si es de día o de noche.

Las Vegas es, literalmente, una sobredosis para los sentidos. Después te percatas de que a todo eso te acostumbras pero el aturdimiento no desaparece. Y entonces, de repente, paseando por el Strip, la sección del Las Vegas Boulevard donde se alinean a ambos lados los hoteles más famosos, donde brotan torres eiffeles, pirámides y palacios, donde lucen las fuentes saltarinas del Bellagio, donde centenares de personas caminan arriba y abajo buscando los neones de colores, se escucha. Es la voz de Frank Sinatra, que sale del hilo musical de uno de los hoteles. Y en ese momento, por fin, se comprende todo.

Sinatra actuó por última vez aquí la primavera de 1994, pocos meses antes de retirarse definitivamente de los escenarios y cuatro años antes de morir, hace ya casi dos décadas. Pero Sinatra sigue viviendo en Las Vegas. Como Elvis Presley, que se mantiene como un icono de la ciudad, con sus fotos enmarcadas en los pasillos de los hoteles, con imitadores profesionales y callejeros, con avenidas y platos con su nombre. En Las Vegas, esa es la clave, esa es la realidad, el futuro no existe. Aquí nunca llega del todo. Se vive en un presente histórico continuo.

Julio Huete

La tecnología, el 4.0 y el Internet de las cosas no entienden de crupieres ni de fichas, por mucho que se renueven las máquinas de juego y los softwares. Esta ciudad es de esa época en la que las cosas se tocaban en tres dimensiones y no en la llanura fría del plasma. Y así seguirá siendo. Por eso puede uno sentirse aquí todavía como en aquella época dorada que era el siglo XX de Frank y sus colegas del Rat Pack. Y emularlos incluso.

Para ello, si ya ha amanecido, nos hemos desperezado y desayunado y no nos hemos ido a buscar el Gran Cañón, la excursión más famosa que se hace desde la ciudad, a pilotar un deportivo en un circuito, un ‘buggy’ en el desierto, a saltar en paracaídas, a montar en globo o a conducir una excavadora gigante (sí, también esto es posible, aquí casi todo lo es), lo mejor será pasar el día descansando los excesos de la madrugada en las hamacas del resort con piscina del Westgate o rendirse a un masaje en el spa del Venetian mientras se aguarda la puesta de sol y a que la ciudad despierte realmente con ella.

Ese momento del día en el que los letreros de los hoteles se iluminan y el cielo parece una película de Vietnam –ya saben, me gusta el olor a Napalm por las mañanas…- plagado de helicópteros. Aunque aquí estos son para ver la puesta de largo de la ciudad desde la altura. Entonces empezarán a animarse de verdad los casinos del strip y arrancarán los múltiples espectáculos que los hoteles ofrecen, mucho de ellos a cargo de la compañía Circo del Sol, un referente en Las Vegas, y otros de artistas que empiezan a ser ya también eternos aquí como Céline Dion o Elton John.
Pero como esto que les proponemos es un viaje en el tiempo, les recomendamos que antes de dejarse atrapar por el Strip y de dedicar la noche a entrar y salir de sus hoteles a lo largo de sus seis kilómetros de extensión, vayan a Fremont, al norte de a ciudad, a su segundo epicentro. En realidad Freemont era la zona primigenia de Las Vegas, donde nació realmente y aun sobreviven algunos de sus primeros casinos, como el Golden Nugget, y donde hoy todo sigue siendo más pequeño, menos lujoso y en realidad más auténtico e incluso festivo, con grupos de viajeros que se divierten tomando cerveza en la calle y con actuaciones gratuitas de música en directo y con el museo de la Mafia incluido.

Fremont y el Strip son los dos ejes en los que se mueve todo. Es verdad que más allá de ellos, sin neones ni hoteles, se expande una ciudad donde viven 600.000 personas y donde puede seguir jugando en pequeñas salas, viendo todo tipo de espectáculos más o menos éticos y apurando las noches, pero estas dos son las zonas donde se concentra todo y donde más fácil resulta moverse.
Los casinos, y sus salas de juego, alrededor de las cuales orbita la ciudad, comienzan realmente a animarse a esas horas en las que la noche ha caído. Aunque siguen siendo las ‘slot machines’, las tragaperras, las reinas de la recaudación. Pero uno, si quiere, puede pasar por aquí sin haber perdido un solo dólar en estas salas. Lo mejor de este destino, de hecho, sigue siendo su inmensa oferta paralela. Ahí es dónde uno puede realmente sentirse como aquellos golfos amigos que acompañaban a Sinatra.

Pida mesa en Bazaar, por ejemplo, en el hotel SLS, el restaurante de carnes del chef español José Andrés. Un espacio de luces bajas, sofás y butacas donde degustar unos cócteles ahumados de bourbon o tequila para abrir apetito a una carta repleta de guiños a España (embutidos, salmorejo, croquetas…) en la que lo mejor es el chuletón de Oregón, que desborda el plato y donde se no cuentan, por supuesto, las calorías. O en el Mr. Chow, la propuesta más asiática y sofisticada, con su comedor circular blanco, del Caesars Palace. O si la noche promete ser más festiva en el Yardbird del Venetian: sabrosos y rotundos platos sureños (no olvidarse del pollo frito con sandía picante, salsa de miel y queso cheddar) y un old fashioned ahumado para acompañarlos que aturde más que la propia ciudad.

Visite después la Liquor Library en el Palazzo. En el lujoso espacio comercial del Atrium, dentro del casino, acaban de abrir este coqueto rincón de taburetes de cuero verde a medio camino entre un diminuto club de caballeros y un refugio casi secreto frente a todo lo que sucede al otro lado de los cristales. Una biblioteca del licor donde disponen de pocas botellas pero todas escrupulosamente escogidas: desde un whisky Macallan de 1946 que vale 42.000 dólares o un coñac Luis XIII de 40.0000 del que quedan menos de 150 botellas en el mundo hasta los más asequibles tequila Casa Noble o ginebra Nolet’s.
Continúe después con los cócteles de The Dorsey. Allí, junto al casino del Venetian, en sus sofás de piel, con su falsa chimenea y su librería, uno también se olvida de que lo que sucede fuera. O si quiere acompañar su copa con un puro, en el Montecristo Cigar Bar del Caesars, donde sus camareros presumen tanto de las 400 referencias para fumar como de una carta de whiskeys en la que disponen desde whisky de centeno canadiense a los mejores japoneses.

Y si la noche de alarga, seduzca y déjese seducir en el club Hyde, del Bellagio, con DJ y terraza con vistas al lago en primera línea de su espectáculo de agua y luces. Noches, en definitiva, como las hubieran vivido los grandes vividores de esta ciudad, los que la convirtieron en un icono mundial, en este lugar casi mitológico que atrae y repele, que se ama y se odia.
Así se ve en el Strip, ya de madrugada, cuando se escucha a un hombre chillar sobre una silla que quiere que los pecadores se arrepientan. “¡Jesús dice que tienes nacer de nuevo!”, lleva escrito en una gran pancarta que eleva sobre las cabezas de decenas de personas que cruzan junto a él sin siquiera mirarlo. Pero no sabe que se equivoca. Que su mensaje es incorrecto. En Las Vegas no se trata de nacer de nuevo, sino de no morir nunca.

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