La llama prendió y aquel fuego olímpico se hizo eterno. El eco de aquellos primeros atletas, cuyo premio era el honor de una corona hecha de rama de olivo, revive hoy cada cuatro años en el mayor evento deportivo universal. Esa mezcla de tradición histórica y mirada hacia el futuro, donde se rebasan los límites humanos del esfuerzo, más rápido, más alto, más fuerte, es una fórmula incomparable. El adjetivo ‘Olímpico’ es símbolo de justicia y superación, sinónimo de trabajo y heroicidad, reflejo de algunas de las mejores páginas escritas por el ser humano. Un pasado mediterráneo y civilizado, un presente señalado en París, del 26 de julio al 11 de agosto de 2024, y un futuro del deporte como motor de la igualdad y la buena voluntad entre los pueblos. Algo muy parecido a la utopía.
No se sabe muy bien por qué, de entre los cuatro Juegos Panhelénicos de la Antigüedad fueron los Olímpicos los que acabaron triunfando. Los Juegos Píticos, los Juegos Nemeos, los Juegos Ístmicos… Imaginen multitudinarias reuniones populares, casi festivas romerías, alrededor de deportes tradicionales en los que polis griegas y ciudades vecinas competían y escogían a sus héroes en tiempos de paz. De todas esas ofrendas atléticas a los dioses, la que estaba dedicada a Zeus, la que se hacía a los pies del monte Olimpo, es la que ha llegado hasta nosotros. Se estima que los primeros Juegos Olímpicos se celebraron en el 776 antes de Cristo y estuvieron vigentes hasta finales del siglo IV de nuestra era. El emperador romano Teodosio el Grande prohibió los ritos paganos en el año 392 después de Cristo, fecha del fin oficial de una celebración que llevaba unos años en declive bajo la mirada crítica de las autoridades imperiales convertidas al Cristianismo.
Más de mil años pasaron entre el ganador de la primera carrera olímpica, Corebo de Élide, un humilde panadero del noroeste del Peloponeso, y el último coronado por los Juegos de la Antigüedad: Varazdat, un príncipe de Armenia, en el 385. El estadio de Olimpia fue saqueado y destruido por hordas godas en 395. Los sucesivos emperadores romanos de Oriente mandaron derribar los templos dedicados a los dioses griegos. El sueño olímpico se hizo letargo, pero el fuego no se apagó.
El primer héroe olímpico moderno no ganó medallas, ni siquiera compitió. El barón Pierre de Coubertain recogió la pulsión en pro de un renacimiento olímpico que nació de la Guerra de Independencia de Grecia contra el Imperio Otomano, un orgullo nacionalista que encontró mucho eco internacional (Lord Byron murió combatiendo en el Golfo de Corinto). Grecia era símbolo de civilización y el movimiento olímpico, una prueba de modernidad. Tras varias reuniones deportivas y la restauración del Estadio Panathinaiko de Atenas, el primer Congreso Olímpico auspiciado por Coubertain (y celebrado en París) condujo a la celebración de los primeros JJ. OO. de la era moderna: una mezcla de idealismo modernizador y pasión por la tradición.
Aunque el título de primer campeón olímpico (15 siglos después) corresponde al norteamericano Thomas Connolly, ganador del Triple Salto en la inauguración de los Juegos de Atenas el 6 de abril de 1896, la leyenda la escribió el triunfo en la maratón del griego Spiridon Louis, un vendedor de agua que fue seleccionado por un coronel que aún recordaba su resistencia en el ejército. Fue la primera vez que se disputaba esa carrera, creada en homenaje al soldado Filípides, un correo que falleció tras recorrer los 40 kilómetros que separaban el enclave de Marathon de la capital griega para anunciar la victoria en el campo de batalla contra los persas en el 409 adC. La actual distancia de la prueba, por cierto, se instituyó en los Juegos de Londres en 1908 por empeño de la corona: querían que la carrera partiese del Palacio de Windsor, a 42,195 del estadio de White Hall. Heroína fue también la estadounidense Joan Benoit Samuelson, campeona de maratón en Los Ángeles 1984, la primera vez que las mujeres disputaron prueba tan mítica.
El mapa político, según los Juegos
Los JJ. OO. han explicado el mundo desde aquella primera cita ateniense de 1896. Tratado de geopolítica en movimiento, se convirtieron casi desde el principio en un completo mapa de la pulsión social, cultural y diplomática de la historia reciente. Hasta llegar a París 2024, las citas olímpicas han mostrado la realidad de las relaciones internacionales en nuestro planeta. Las primeras ediciones, con el parón de los Juegos nonatos de Berlín 1916 por la Gran Guerra, demostraron el eurocentrismo con guiños a Norteamérica que se estilaba en un mundo bajo el yugo colonialista. Eran los tiempos en los que se perseguía el profesionalismo, y surgían héroes como Jim Thorpe (campeón en pentatlón y decatlón antes de ser suspendido por cobrar por jugar al béisbol) y Paavo Nurmi, el finlandés volador, campeón en la larga distancia del atletismo.
La situación en Europa previa a la II Guerra Mundial se puso de manifiesto en los Juegos de la XI Olimpiada (ya saben, nombre que se le da al período de cuatro años entre JJ. OO.), en Berlín 1936, en la Alemania nazi. El uso de la propaganda del Tercer Reich (la película Olimpiada, de la cineasta Leni Riefenstahl, un prodigio al servicio de un mensaje muy peligroso) y toda su escenografía nacionalsocialista supuso un antes y un después para el movimiento olímpico. Un hombre se enfrentó a Adolf Hitler a través del deporte: el atleta negro Jesse Owens, nacido en Alabama, ganó cuatro oros olímpicos (100 y 200 metros, longitud y relevo 4×100) ante la presencia desencajada del Führer.
Tras Hiroshima y Nagasaki, el Comité Olímpico Internacional (COI) se abrió al mundo. Los Juegos llegaron a Oceanía en 1956 justo cuando la televisión llegaba a todos los hogares. Así pudimos ver el incidente del Baño Sangriento en la final de waterpolo entra la URSS y Hungría, solo unos meses después que los tanques rusos entrasen en Budapest. Los magiares ganaron el Oro, los soviéticos ocuparon Hungría. En plena Guerra Fría, las proezas de atletas como el checoslovaco Emil Zatopek, la locomotora humana, en Helsinki 1952; del etíope Abebe Bikila, primer atleta africano en ganar una medalla olímpica en la maratón de Roma 1960 (repitió en 1964) ¡y corriendo descalzo!, y del norteamericano Bob Beamon y sus estratosféricos 8,90 metros en el salto de longitud de México 1968 seguían escribiendo páginas inmortales del deporte.
El atleta japonés Yoshinoro Sakai, un nacido en Hiroshima el día que EE. UU. lanzó la bomba atómica, fue el encargado de encender el pebetero en Tokio 1964, primeros juegos en Asia, en un gesto rompedor y emotivo. Igual que el de la atleta Enriqueta Basilio en México, primera mujer en encender el fuego olímpico en los primeros juegos celebrados en Latinoamérica. 32 años después del triunfo de Owens contra el racismo, los atletas de EE. UU. Tommie Smith y John Carlos levantaron su puño por la igualdad racial en el podio en una imagen que impactó al mundo, más después de conocerse el ostracismo al que fueron sometidos a su regreso a casa.
El clima político no mejoró en 1972, donde la imagen gloriosa del nadador Mark Spitz y sus siete medallas de oro compartió protagonismo con la Masacre de Múnich, donde 11 atletas de Israel fueron asesinados por los terroristas de Septiembre Negro en plena escalada del conflicto árabe-israelí. Montreal 1976, los Juegos en la pacífica Canadá, abrió la etapa de los boicots. Mientras la gimnasta rumana Nadia Comaneci alcanzaba la perfección, con un 10 histórico de los jueces, los países africanos y China decidieron no asistir en protesta por la política del apartheid de Sudáfrica. En Moscú 1980 el boicot fue de EE. UU. y algunos de sus aliados (el Reino Unido no se sumó y el mediofondista Sebastian Coe pudo hacer historia); mientras en Los Ángeles 1984, los Juegos con banda sonora de John Williams y protagonismo de Carl Lewis, fueron la URSS y sus países satélites (excepto Rumanía y Yugoslavia) los que no participaron. La convivencia de los conflictos políticos con las gestas épicas estaba a la orden del día.
Para hablar de otro de los problemas que han azotado al olimpismo hay que volver un poco atrás… La muerte del ciclista danés Knud Jensen en Roma 1960 tras una caída en competición tras perder el conocimiento fue el primer aviso serio contra los excesos del doping, un drama del que no nos concienciamos hasta más tarde, tras el descubrimiento de los excesos de los países de la órbita comunista y la condena del canadiense Ben Johnson, famoso por su duelo con El hijo del viento Carl Lewis, en Seúl 1988.
Gana el deporte
La puerta abierta al mundo que supuso para España la organización de los Juegos de Barcelona 92 fueron aprovechados para ofrecer un mensaje de esperanza olímpica. Desde entonces, con los altibajos lógicos de la coyuntura mundial, el deporte le ganó la partida a la política. Nunca antes una ciudad, una comunidad y un país estuvieron tan orgullosos de unos JJ. OO. A partir de 1992, quizá con la excepción de Londres 2012, donde se alcanzó la excelencia icónica en otra grandiosa inauguración (a cargo del cineasta Danny Boyle) con la presencia de la reina Isabel II y el agente 007 James Bond, siempre al servicio de su majestad (encarnado por el actor Daniel Craig), los Juegos han tenido un perfil bajo solo roto por las gestas de los mejores atletas de la historia y de hitos como el retorno a Atenas en 2004 (cuando el mundo pensaba que se celebraría en el Centenario, en 1996 se fueron a Atlanta por la gracia de Coca-Cola), la llegada a China en 2008 o los primeros Juegos en el Cono Sur (Río de Janeiro 2016).
Usain Bolt, el hombre más rápido del mundo y sus 3×3 medallas de oro (100, 200 y 4x100m, aunque una de relevo fue retirada por dopaje de un compañero), Michael Phelps superando a Mark Spitz tras ganar ocho medallas de oro en Pekín y convertirse en el deportista olímpico más laureado con 28 metales; y Wu Minxia, la saltadora de trampolín china, y Simone Biles, la gimnasta norteamericana, siete medallas cada una, representan la pujanza del deporte olímpico hoy.
La ciudad de la Luz acoge los JJ. OO. de 2024 con renovada ilusión. París va a celebrar la primera inauguración olímpica fuera de un estadio, en plena calle, a orillas del Sena, 100 años después de organizar los Juegos de 1924 (serán los terceros, con los de 1900). La ilusión de la épica volverá a alejarnos de los problemas que asuelan el mundo. La llama, que apunta a una Torre Eiffel como faro que ilumine el mundo, volverá a señalar el camino de un ideal de deporte en paz. La utopía olímpica continúa.