La noticia añade que había ejemplares que eran apenas más que la uña, «pero de buen sabor», que se cotizaron a nueve euros, mientras que los de tamaño ideal, que no son los más largos, sino los bien proporcionados en grosor y longitud, se pagaron a noventa euros. El kilo, naturalmente.
Tres mil kilos de percebes ya son percebes. Parece, entonces, que los percebes siguen creciendo y viviendo tranquilamente en las rocas más batidas del mar gallego, en aguas bien oxigenadas y llenas de nutrientes.
Antes se decía que no se debía comer marisco en los meses sin erre, o sea, de mayo a agosto.
La verdad es que el percebe, en estado adulto y ya fijado a su roca, no tiene más depredadores que el hombre y el sargo, delicioso pescado que luce librea de antiguo mayordomo y cuenta con unos poderosos incisivos con los que puede acceder al interior del percebe. Así está luego de bueno el sargo. Del percebe, qué les vamos a decir. Hay mucha gente que lo sitúa a la cabeza del ránking marisquero. Su precio, siempre alto, se dispara en las épocas de mayor consumo, especialmente en Navidad. Hoy se comen percebes todo el año; antes no era así, en verano no se consumían. ‘Picadillo’, en La cocina práctica, da receta en verso, en la que advierte: «Sólo está al alcance de la mano / si se halla delgaducho, o en verano / cuando sabe el indino / que comerlo trastorna el intestino». «Indino» vale por travieso o descarado.
Antes se decía que no se debía comer marisco en los meses sin erre, o sea, de mayo a agosto inclusive. Hoy nadie se para en ello, y sí, qué remedio, en las vedas, aunque aún abunde la mayor amenaza para el marisco, que es el furtivismo.
El paño blanco sirve para retrasar el enfriamiento y para que los ‘listillos’ elijan los mejores.
A doña Emilia Pardo Bazán los percebes le parecían «un manjar incivil, que no debe presentarse jamás cuando se tienen convidados». Añade, por si fuera poco, que «es peligroso para la salud«. Dice que hay que servirlos muy calientes «en la olla en que cocieron, para que no se enfríen». No me veo yo metiendo la mano en agua casi hirviente para sacar un percebe.
Lo que se hace es, una vez cocidos, echarlos en una o varias fuentes y taparlos con un paño blanco; el paño blanco es, en teoría, para retrasar su enfriamiento, pero sobre todo para evitar que el típico listillo elija el percebe o la piña de percebes que se va a servir; se mete la mano bajo el paño, y lo que salga. A mí este verano me tocó enfrente un aprovechado de estos y, aunque le afeé públicamente su conducta, insistió en proceder de modo antirreglamentario e insolidario. Mucha cara.
Eviten sentarse junto a, o frente a, un ciudadano de esta calaña. Eviten también cuidadosamente hacerlo frente a un novato, que acabará por regarle a usted con el delicioso jugo rojizo que contienen los percebes; hay que abrirlos por debajo, de un decidido y único golpe, para no mancharse uno ni poner perdidos a los demás.
Los percebes, como el jamón y el caviar, cuanto menos se toquen, mejor.
Percebes, decimos, cocidos. Recién cocidos: nunca fríos. Yo he tenido ocasión de probar percebes preparados de otras maneras: ninguna cuajó. Ni los percebes a la plancha que preparó en cierta ocasión de abundancia el cocinero del guardapescas de la Armada en el que hice la mili; ni los percebes fritos (qué horror) que nos puso un reputado cocinero vasco; ni los percebes artificiales («de Cala Montjoi») que se sacó de la manga, ignoro si motu proprio o estimulado por algún periodista incordiante, Ferran Adrià. Nada.
Ahora, un buen cocinero gallego ofrece percebes hechos en costra de sal. La dicha costra lleva, además de sal, clara de huevo y harina; y, para acabar de complicarlo, algas, entre ellas una que hay gente que se empeña en decir que sabe a percebe. La he probado: no sabe a percebe para nada, como el «alga ostra» no sabe a ostra. Puro marketing para colocar las algas.
No he probado aún estos percebes en costra de sal, así que no los voy a juzgar. Diré, sí, que a ese coro de críticos que aclaman todo le parece una maravilla el experimento. A ver lo que dura.
Cunqueiro, que describió los percebes como «vikingos vestidos de negro», decía que creía que la única receta posible era cocerlos en agua con sal y una hoja de laurel; estoy de acuerdo si se trata solo de una hoja: no sería la primera vez que un exceso de entusiasmo con el laurel me arruina unos prometedores percebes. Los percebes, como el jamón y el caviar, cuanto menos se toquen, mejor: son perfectos por sí mismos. Y es con esas cosas con las que hay que aplicar la recomendación de Eugenio d’Ors sobre los experimentos: mejor con gaseosa.