Hemos desaprendido a vivir. El país de la siesta y la cordialidad es ahora un infierno de gritos exaltados, de nerviosismo permanente, de ira a flor de piel y, sobre todo, de aceleración máxima. Vivimos como si el mundo estuviera a punto de acabarse, y no quisiéramos utilizar sus últimos momentos para celebrar la vida, sino para agudizar las tensiones, las prisas con las que hemos malvivido.
Puede que esta desazón dependa del hundimiento de una parte importante de nuestra cartera de valores por los problemas de la banca, la subida exacerbada del precio de la electricidad, la idea de que nuestro coche ha de ser más veloz que seguro, más aparatoso que funcional.
Desdeñamos lo que antes considerábamos virtudes. No queremos templanza sino virulencia. Alguien tiene que pagar. ¿Qué? No lo sabemos, pero alguien tiene que pagar. El mundo está en deuda con cada uno de nosotros. Como en los tiempos feroces de los actos de fe, cuando la turba se reunía en torno a la hoguera donde quemaban públicamente a la bruja, nos amontonamos a las puertas de las comisarías y los juzgados para aullar como bestias heridas cuando pasan esposadas personas que no han sido siquiera condenadas.
A por ellos. Como en el circo romano, preferimos los espectáculos en los que la turba juzga y decide sobre aquel que se haya atrevido a ser diferente. Nos cuesta sonreír. A lo sumo podemos reír a carcajadas, no de una gracia sino de una desgracia. La envidia vuelve a ser la reina de nuestras mentes. Todo es urgente. El móvil nos recuerda a cada instante, con sus ridículos sonidos pseudosimpáticos, que acaba de sonar una alerta a la que no podemos dejar para luego.
Cualquier bobada que lance alguien por Twitter, Instagram o Facebook nos reclama con la misma premura que si nos anunciara algún cataclismo
Cualquier bobada que lance alguien por Twitter, Instagram o Facebook nos reclama con la misma premura que si nos anunciara algún cataclismo. No podemos resistirnos a su llamada de atención. Vivimos, así, de sobresalto en sobresalto. Todo es importante, trascendental, necesario. Ahora mismo. Al instante. Y lo primero que por el camino de las prisas hemos perdido es ni más ni menos que el momento presente, el ahora, ese instante que es lo único que tenemos y es al mismo tiempo el único fragmento del tiempo en el que no hemos conseguido vivir desde hace… ¿cuantísimo tiempo? En modo turbo, ¿cómo podríamos dedicarle un momento al presente? Imposible.
Hay que calcular el futuro, preverlo. Hay que darle vueltas al pasado, resolver ese nudo gordiano en el que se ha convertido nuestra vida. Estamos atascados. Hay que seguir. Adelante, adelante. Deprisa, deprisa. El otro problema es que nos hemos convertido en seres multitarea, capaces de hacer veinte cosas al mismo tiempo, pero ninguna bien. E incapaces de no hacer nada, pero lo que se dice absolutamente nada.
De estar parados, sin pensar siquiera, abstraídos o distraídos. Dejando que la mirada se pierda sin fijarse en ninguna cosa en particular, mientras el espíritu divaga o ni siquiera eso. Estamos haciendo algo, pero nuestra cabeza está adelantándose a los acontecimientos como un jugador de ajedrez que siempre tiene que andar calculando lo que ocurrirá dentro de ocho jugadas. Y no me pregunto a dónde vamos a parar porque nadie va a poder parar todo esto. Me parece que no. Ni hay un dónde ni un cuándo para parar. Eso de parar no va a ocurrir. No entra dentro de nuestras previsiones. Tenemos mucho que hacer.