No es necesario haber leído ensayos como los por otra parte excelentes La siliconización del mundo, del filósofo tecnocrítico francés Éric Sadin, o el pionero La pantalla global, de Gilles Lipovetsky y Gilles Serroy, para ser conscientes de que el individuo (proto)típico de este siglo XXI mira tanto hacia dentro de sí mismo que ha acabado por construir una realidad sin afuera y acostumbrarse a vivir en una burbuja customizada a la que accede a través de la pantalla de sus diversos dispositivos electrónicos. Basta levantar la mirada en la barra de un café o la sala de espera de un aeropuerto para constatar la magnitud de nuestra callada sumisión a la tecnología. Tal, que no resulta sorprendente que haya quienes alerten de la pantallización de nuestra existencia. Y aunque con voluntad exculpadora pensemos de inmediato en la larga jornada laboral frente al ordenador, con su pleamar de correos electrónicos y sus multiplicadas reuniones virtuales, la realidad es que ya no podemos vivir sin los teléfonos móviles. Bastan un par de datos para corroborarlo: una tercera parte de quienes poseemos un smartphone en España lo consulta 100 o más veces al día (es decir, cada 15 minutos como máximo), y un 45% más de 50.
Según una investigación de la consultora Electronics Hub, los españoles pasamos casi un 35% de nuestro tiempo mirando una pantalla. Lo que equivaldría a unas 5 horas y 42 minutos al día. ¿Les parece mucho? Pues esas cifras nos colocan ‘solo’ en el puesto 35 del ranking mundial, liderado por sudafricanos y filipinos. Y, ¿cuáles son nuestras pantallas favoritas? La primera, lógicamente, la televisión, con una cuota del 19,38% del total del tiempo, y le siguen muy de cerca la del smartphone (17,55%) y el ordenador (17,14%). Llegados a este punto, síntomas generalizados, como la capitalización en masa del tiempo –o, lo que es lo mismo, nuestra incapacidad de estar un solo minuto sin hacer nada–, el creciente déficit de atención, el agotamiento mental o la dependencia tecnológica, nos señalan un problema subyacente aún mayor: la imperiosa necesidad de repensar el bienestar humano desde verdaderas necesidades esenciales, conectadas a una serie de valores intangibles que hemos postergado y, en cambio, dan sentido a la vida: de las relaciones sociales plenas a una gestión satisfactoria del tiempo, nuestro bien más preciado.
Abrir un paréntesis
Un dilema que las vacaciones estivales, ya en el horizonte, nos obligan a enfrentar. ¿A qué dedicaremos el tiempo libre? Y, ¿cómo conseguiremos aprovecharlo, culminando el anhelo de disfrutarlas verdaderamente? Lo primero que les recomendamos es relajarse y reducir el ritmo de sus pulsaciones; en segundo lugar, liberarse mentalmente de todas aquellas obligaciones que vamos a dejar atrás; y, después, pensar en analógico, sí. Ya lo advirtió el distinguido duque de La Rochefoucauld, célebre por sus máximas: “Cuando no se encuentra descanso en uno mismo, es inútil buscarlo en otra parte”. Empecemos, pues, por nosotros.
A lo largo del curso, nuestro acelerado ritmo de vida hace que no nos sea posible encontrar muchos momentos en los que, aligerados de cargas cotidianas y con cierta serenidad, podamos parar y reflexionar sobre nosotros mismos y nuestra vida. Las vacaciones y el verano que las contiene nos brindan el tiempo perfecto para ello. En la práctica, porque –incluso las más ajetreadas– ofrecen parte del descanso mental y físico que nuestro bienestar exige. Y, simbólicamente, porque marcan la mitad del año y su cesura permite la doble posibilidad de hacer balance de lo pasado y, abolido por unas semanas el corto plazo, mirar el horizonte al menos hasta donde el año alcanza. Al tiempo que abren el paréntesis necesario para escapar del peso de las lógicas causales que dictan nuestra biografía e indispensable para poder repensarnos y redefinir objetivos.
Ahora, en su libro Buen entretenimiento, Byung-Chul Han, uno de los filósofos del momento, acuñaba el concepto de leisure sickness (enfermedad del ocio) para alertarnos de que los cada vez mayores niveles de estrés que soportamos debido a la doble presión de trabajo y rendimiento son incompatibles con un descanso reparador. En realidad, su advertencia es aún más dramática: nuestra errónea interpretación de la noción de ‘ocio’ –una forma vacía del ‘trabajo’ que tratamos de llenar con hiperconexión y entretenimiento– hace que ya ni siquiera seamos capaces de entregarnos a un literal dolce far niente vacacional.
Conseguir el estado mental que lo posibilite es (casi) un estival ritual purificador más, como los muchos llevados a cabo en la noche de San Juan (en la que, recordemos, mucho antes de que los cristianos celebrasen el nacimiento de Juan el Bautista, anunciado por Zacarías con una gran hoguera nocturna, los paganos rendían culto al Sol, agradeciéndole la cosecha y prosperidad mediante diversos ritos que tenían al fuego, hermano menor del astro, como protagonista). Continuando con esta imagen de rito llameante, para estar en disposición de dedicarnos a esas actividades para las que no solemos encontrar tiempo –de leer a conversar sin prisas con los amigos– es imprescindible quemar nuestra obsesión por la productividad y, con ella, todo cálculo de costes y beneficios. Puede que hayamos convertido la vida en una interminable lista de objetivos por cumplir (y comunicar; tan importante hoy como alcanzarlos), pero las vacaciones no deben serlo.
Cruzado ese liberador umbral, no se tratará ya de pensar en el verano, sino de pensar el verano. Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Desde qué punto de partida? La respuesta se inscribe forzosamente en un eje de coordenadas espacio-tiempo, pues la espacio-temporalidad es estructural a la vida humana. Lo que implica que existir es vérnoslas con espacios y tiempos concretos –históricos y biográficos– que nos enfrentan, en lo que a lo espacial se refiere, con la idea misma de movimiento –que reúne el viaje físico, esto es, exterior, con la autoexploración, un viaje interior–, y al tiempo en pos de una (satisfactoria) gestión del mismo. El ser humano es incapaz de vivir sin rutinas, como no puede hacerlo sin hábitos, sin costumbres. Nuestra vida tiene mucho de repetición, sí, aunque la pugna por romper con esa repetición nos sea igualmente intrínseca y, si no hay transformación, si no hay cambio, la existencia se vuelve insoportable. Las vacaciones son tiempo libre que compensa el obligado y repetido, el sobrecargado y estresante; un tiempo abierto no estructurado por el deber, sino por el deseo. Y, por otra parte, son también, casi en un imperativo social, movimiento libre, o lo que es lo mismo, viaje. “¿Dónde vas este verano?” nos preguntamos una y otra vez cuando se acercan, sin tener en cuenta que la palabra alemana sinnen, verbo que puede traducirse tanto por ‘reflexionar’ como, más literalmente, por ‘darle vueltas a algo’, significaba originalmente ‘viajar’ y que, en un sentido enfático, pensar es dar vueltas, viajar, ir de camino hacia otro lugar.
Contra las rutinas opresoras
Y por eso debemos ver las vacaciones como una aventura, por cursi que suene. “Tal es, ciertamente, la forma de la aventura –como afirma el filósofo y sociólogo Georg Simmel– en el sentido más general: que se desprende del contexto de la vida” y, separándose del día a día, “discurre al margen de la continuidad que es, por lo demás, propia de esta vida”. Son un estar-al-margen que nos permite tomar conciencia del ahora y centrarnos en nosotros. De lo que se trata es de vivir el momento. El popular carpe diem acuñado por Horacio, sobre el que una corriente de pensamiento muy en boga, la slow life (o vida despaciosa) ha levantado una ética y una praxis particulares. Los principios de este paradigma pausado, calmo, no son más que un intento de recuperar el control sobre nuestra existencia: modular el ritmo y liberarnos de la tiranía de la cotidianidad, disfrutar de tiempo para nosotros mismos y organizar más flexiblemente nuestros días permitiendo que surja lo inesperado, lo espontáneo, aquello con lo que no contábamos (incluso el bendito aburrimiento, del que surgen no pocas ideas brillantes). Volviendo a Horacio, él lo expresó brillantemente: “Vive el día de hoy. Captúralo/No te fíes del incierto mañana”. ¡Felices vacaciones!