‘Touché’: homenaje al arte del esgrima

Antonio Banderas en La máscara del zorro.

Antonio Banderas en La máscara del zorro.

Entre el arte y la técnica, el entrenamiento militar y la práctica deportiva, el desafío a la destreza y a la disciplina propias y la contienda que resuelve públicas ofensas al honor, la esgrima es casi tan antigua como el mundo. Y es que la confrontación física relacionada con el orden social y la reputación individual se remonta a la prehistoria, y está presente tanto en los libros sagrados como en las epopeyas de la Antigüedad. Ahora, el concepto de ‘duelo formal’, ritualizado y reglamentado, se originó en algún lugar de la vieja Europa en la baja Edad Media. Por eso es importante distinguir de partida las diversas tradiciones históricas de la antigua destreza, como se la conoció originalmente, de la esgrima deportiva moderna. Ésta última, una práctica muy extendida y popular, es, de hecho, la única de las artes de la espada cuyo ejercicio perdura ininterrumpidamente desde sus orígenes, así como una de las pocas disciplinas presentes en todas las Olimpíadas desde la de Atenas 1896.

El problema está en que ambas se confunden a menudo en el imaginario colectivo. Como cuando un inolvidable Errol Flynn convertido en Robin de Locksley marcha y ataca –supuestamente durante el reinado de Juan ‘Sin Tierra’, entre los siglos XII y XIII– con los movimientos propios de la esgrima deportiva. Y, sí, gran parte de la culpa la tiene Hollywood con sus ensoñaciones de época. Porque, si las primeras referencias a la esgrima histórica se remontan a los Papiros de Oxirrinco egipcios, que datan de los siglos I al VI d.C., y el De Re Militari de Vegecio, del IV, la deportiva no se iniciaría antes del XVIII con la publicación de los primeros manuales de la disciplina, en los que se introducían las remises, los arrestos, redobles y demás movimientos básicos. Baste señalar que la imposición de la tan característica careta de enrejado metálico que sigue utilizándose hoy se debe al legendario maestro de armas galo La Boëssière (padre) hacia mediados del 1700.

El campionissimo Edoardo Mangiarotti, al que 13 medallas olímpicas -incluidas 6 de oro- y 24 en el Campeonato del Mundo coronan como el príncipe de los espadachines.

La mejor definición posible de esgrima se la debemos a otro francés: Jean-Baptiste Poquelin, Molière, que, en El burgués gentilhombre, escribe que se trata del “arte de tocar sin ser tocado” antes de apuntar que la particularidad de tener que evitar los golpes del tirador rival hace “que, al ojo que ve y advierte, a la mente que analiza y decide, y a la mano que ejecuta, es necesario añadir precisión y velocidad para darle vida a la espada”. Mucho más complejo resulta en cambio rastrear sus orígenes, igualmente disputados. No existe consenso sobre dónde se inició su práctica deportiva: alemanes, italianos y franceses reivindican la invención con igual firmeza, presentando tratados y manuales –a cada cuál más antiguo– e invocando nombres de maestros ilustres –como los de Liechtenauer, Marozzo, Viggiani, Sainct-Didier o Le Perche du Coudray, por citar sólo unos pocos– para apoyar sus respectivas candidaturas. E incluso existe un (falso) mito que pretende que tal honor recae en nuestro país debido al desarrollo en la España del siglo de Oro de la denominada ‘espada ropera’, estilizada y ligera, lo que permitía esgrimirla con una sola mano, y que todo caballero llevaba acompañando a la capa y el sombrero de ala ancha. España puede sentirse orgullosa, en cambio, de ser la nación en la que se expidió la primera licencia real a un maestro de armas de la que se tiene constancia en el continente: la concedida al maestro mayor Gómez Dorado, de Zaragoza, en 1478. No añadiremos más leña al fuego. Pero lo que sí debemos de señalar es que, en su versión deportiva, la esgrima se perfeccionó, una vez prohibidos definitivamente los duelos a comienzos del XIX, a lo largo de ese siglo, siendo franceses e italianos quienes codificaron sus reglas y técnicas. El combate pasaba de la húmeda hierba de los campos de honor al lustroso parquet de las academias.

‘En garde’!

La esgrima deportiva es una forma de combate en la que dos contrincantes –denominados tiradores–, debidamente armados y pertrechados defensivamente, compiten por una victoria que marca la cantidad de toques infligidos en el cuerpo del rival. El suyo, como en toda lucha inteligente, es un arte del ataque, pero también de la defensa. El combate se disputa en una pista plana y horizontal de 14 metros de largo por dos de ancho (aunque el área de combate sea de 1,50 m.), en la que la línea central divide dos líneas de guardia que atraviesan el ancho de la pista. Jamás se recula porque eso significaría cobardía y deshonor.

Grace Kelly y Louis Jourdan, en el rodaje de El cisne, escuchan atentamente los consejos del instructor de esgrima y especialista belga Jean Heremans.

Existen tres tipos de armas: el florete, la espada y el sable. La primera es ligera y flexible y tiene la punta roma; la segunda, derivada del espadín galo, es también un arma de estocada, pero, frente a la anterior, posee una cazoleta más ancha que protege mejor la mano; finalmente, la última varía sobre todo en la forma de su hoja, por lo que demanda que los tocados se hagan de manera distinta. Con el florete y la espada sólo se puede tocar con la punta, siendo todo el cuerpo objetivo válido para esta, mientras que con aquel sólo puede anotarse en el tronco. En el caso del sable, un toque puede hacerse con la punta, el filo o el contrafilo y de cintura para arriba. Sea cual sea el arma que prefiramos, llegados a este punto se impone recordar la lección primera del Chevalier de Chabrillaine, en el Scaramouche de Sabatini, a la hora de blandir la espada: “[esta] es como un pajarito; si se coge con demasiada suavidad, se escapa; si con demasiada fuerza, lo ahogamos”.

Cada tirador dispone, como elementos de protección, de una careta que protege su rostro, chaquetilla y peto acolchado que cubren el torso y los brazos, guantes, pantalones y medias. De blanco riguroso, herencia de los tiempos en que trozos de algodón empapados en tinta china que cubrían las puntas de las armas marcaban los puntos conseguidos en la impoluta indumentaria de los tiradores. A estos se les suma el pasante, un cable que une el cuerpo del esgrimista con el dispositivo electrónicos destinado a contabilizar los toques recibidos y, con ellos, los puntos obtenidos por su rival. Como curiosidad, recordar que el ingeniero norteamericano que inventó la máquina pionera –en 1936– fue más tarde campeón. La posición de guardia es desde la que se inicia cualquier ataque; el tirador se desplaza hacia adelante –o “marcha”, en el argot del deporte–, levantando el pie dominante y apoyando el talón en el suelo, y cargando el peso de su cuerpo sobre la otra pierna. O bien rompe, en caso de que retroceda, mediante un movimiento defensivo. En cuanto a las posibles maniobras de ataque, pueden ser de línea, que es la forma más básica, y sirve igualmente para mantener al rival a distancia; un contraataque, o de fondo, lo que conlleva la concatenación de diversos movimientos coordinados.

Un tirador trata de sorprender a su oponente con un ataque impetuoso.

No hace falta ser un experto para percibir un cierto aire con el ballet clásico, algunas de cuyas posiciones se derivan precisamente de las de la esgrima, un arte que prefiere la belleza del gesto a la potencia física. Aunque, como en tantos otros deportes –del fútbol al tenis, o al rugby–, hoy romanticismo y estética cedan posiciones ante el empuje de la fuerza y la eficacia. Lejos están ya los tiempos de leyendas como el italiano Edoardo Mangiarotti, que compitiendo en florete y espada consiguió 13 medallas olímpicas –6 de ellas de oro– y 24 en campeonatos mundiales; o el húngaro Aladár Guerevich, florete y sablista, que le sigue con sus 10 insignias olímpicas –7 oros– y 19 en mundiales y que es uno de los tres únicos deportistas en conseguir un oro en 6 Juegos Olímpicos distintos. Nuestro único medallista olímpico, José Luis Abajo, bronce en Pekín 2008 en espada, y Manuel Pereira, Fernando de la Peña, José Francisco Guerra y Fernando Medina –oro, bronce, plata y bronce respectivamente en espada, florete y sable en cuatro mundiales– merecen también mención.

Con todo, no hace falta ser campeón para disfrutar de una práctica –que según datos de la Real Federación Española de Esgrima contaba en 2022 con 5.997 licencias en nuestro país– a la que acompañan fielmente la concentración, el dominio del gesto, la coordinación y la flexibilidad, pero también el espíritu deportivo y la caballerosidad. Y ¿qué más se le puede pedir a un deporte?

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