Regreso a la mansión de Gatsby

Regreso a la mansión de Gatsby

Regreso a la mansión de Gatsby

Las crónicas de auge y caída, un género tan antiguo como el tiempo, han saciado nuestras ansias de desgracia ajena desde que el mundo es mundo. “En América nada fracasa tanto como el éxito”. La frase, un nocaut capcioso, brilla como el relámpago en la novela de Budd Schulberg El desencantado, donde nos narra la relación entre un joven guionista –trasunto de sí mismo– y un reputado escritor venido a menos, contratados para reescribir a cuatro manos un guión inservible. La pronuncia Manley Halliday, el escritor venido a menos, personaje bajo el que se esconde –tenuemente disfrazado– el último Laocoonte, Francis Scott Fitzgerald. Y es que en 1940, el año de su muerte, este era víctima de la erosión de un éxito tan temprano como desmedido, un talento desperdiciado al servicio de una industria –la de los magnates de Hollywood– en la que el talento es muchas veces más un obstáculo que una bendición, un hombre quemado convertido, a sus 44 años, en anciano prematuro. “No hay segundos actos en la vida de los americanos”, había sentenciado en la última de sus novelas, inacabada. Cierto que en su caso no lo hubo. Los elementos esenciales de toda verdadera tragedia norteamericana conforman una pesada cadena hecha de los aplausos que acompañan al éxito y una alegría desbordada, pero también de la consecutiva decepción y un inexorable declive. Ese es, precisamente, el trasfondo de las líneas que siguen, una historia que, como en aquel verso del propio Fitzgerald –también escribió poesía, sí–, reúne todo el esplendor y la tristeza del mundo.

DiCaprio (Gatsby) baila con la actriz Cary Mulligan (Daisy Buchanan) en una escena de la película.

El hombre que da título al libro

El Gran Gatsby, relato de la desenfrenada vida del enigmático millonario Jay Gatsby, un personaje de magnitud casi mitológica, es hoy un clásico imprescindible de la literatura norteamericana, eterno contendiente en la quimérica contienda entre sus grandes novelas. Y, en cambio, cuando fue publicada por Scribner’s en abril de 1925, y pese a la (casi) unanimidad de críticas más que favorables y al beneplácito de compañeros de pluma de la talla de T.S. Eliot, Willa Cather o Edith Wharton, rendidos a lo que consideraron una obra maestra, la novela no funcionó bien en las librerías. Medio año después de su aparición, las ventas habían alcanzado apenas 20.000 ejemplares, cuando su autor, Francis Scott Fitzgerald, el golden boy de las letras norteamericanas, había estimado que serían unos 75.000; un hecho que afectó profundamente a Fitzgerald, quien en un telegrama de la época se despedía de sus editores con un sombrío “Yours in great depression” (Vuestro, en una profunda depresión).

Tampoco las versiones teatral, de 1926 –dirigida en Broadway nada menos que por George Cukor–, y cinematográfica, del mismo año –firmada por el ignoto Herbert Brenon–, mejoraron la acogida popular de la novela. En comparación con el incontestable éxito de sus anteriores A este lado del paraíso (1920) y Hermosos y malditos (1922), Fitzgerald consideraba que Gatsby, un libro más maduro y ambicioso, no solo no había conseguido el reconocimiento que merecía por parte del público, sino, incluso, que la crítica no había llegado a entenderla del todo. Una situación que empeoraría con el paso de los años, de modo que, para cuando el autor falleció, el olvido había caído sobre una novela que solo sería recuperada tras la tragedia de la II Guerra Mundial, gracias al esfuerzo del eminente crítico y paladín de Fitzgerald, Edmund Wilson.

Rober Redford, en el papel de Gatsby, y Mia Farrow protagonizaron la versión cinematográfica, la tercera, filmada por Jack Clayton en 1974.

Desde entonces, y en paralelo al reconocimiento del autor como uno de los mayores novelistas norteamericanos del pasado siglo XX, El gran Gatsby conseguiría ser colocado en el eminente lugar que merece. Incluida en toda lista que se precie de canónica, lectura ineludible para escolares y estudiantes universitarios a lo largo y ancho del planeta, en 2020 se calculó que, traducida a 42 idiomas, ha vendido más de 30 millones de ejemplares en todo el mundo, cifra que se incrementa al ritmo de medio millón de copias anualmente.

Los locos años 20

Pero, introduzcamos un flashback y volvamos a la década de los años 20 del siglo pasado. Viviéndola y bebiéndosela alegremente, Fitzgerald no solo abanderaba lo que él mismo bautizaría con más gancho que el mejor de los publicistas la era del jazz –“una época de arte, una época de exceso y también una época de sátira”, según su quintaesencial definición–, sino que, además, fue sin duda el cronista más devoto de unos tiempos tan hedonistas, extravagantes, ambiciosos y efervescentes como él mismo. Los locos años 20. Un momento histórico en el que la prosperidad económica trasladó a buena parte de la nación la eufórica sensación de vivir en una fiesta interminable. Siempre con una copa en la mano, a pesar de la entrada en vigor, el sábado 17 de enero de 1920, de una ley que había sido aprobada dos años antes: la Decimoctava Enmienda o Ley Volstead –conocida popularmente como la Ley Seca–, que prohibía la venta y consumo público de toda bebida alcohólica.

No hagan caso, estas líneas deberían leerse con un Gin Rickey como el que Tom Buchanan ofrece a Gatsby, Nick Carraway y Daisy, su mujer, cuando visitan su casa en una tarde de verano especialmente calurosa –ya saben: dos partes de ginebra seca, una de zumo de lima, un poco de soda, una rodaja de lima o limón y mucho hielo, para que la copa tintinee como en la novela– o un Julepe de menta, el otro cóctel al que se ponen nombre y apellido en El gran Gatsby. Lo hace el personaje de Daisy Buchanan, de la que sabemos que nació en Louisville (Kentucky), y por si no tienen la receta en la cabeza, basta con machacar 6 u 8 hojas de menta fresca (dependiendo de su tamaño) y una cucharadita de azúcar moreno, añadiéndole 60 ml de agua con gas, en un vaso old fashion –imaginamos que no tienen la taza metálica en la que los sureños lo sirven–, de nuevo mucho hielo y el doble de bourbon que de agua.

El actor Leonardo DiCaprio, en uno de los retratos promocionales de la cuarta, y por el momento última, adaptación al cine de El gran Gatsby.

En la gran pantalla

De la primera adaptación cinematográfica de la novela, The Great Gatsby (La dicha de los demás en nuestro país), filmada el mismo año de su publicación y estrenada al siguiente, muda, no existen hoy copias y solo sobreviven algunas imágenes promocionales. La segunda, titulada también The Great Gatsby, que en realidad se basaba más en la versión escénica de Owen Davis que en el propio libro, pasó toda la década de los cuarenta luchando contra el restrictivo Código Hays –aprobado en 1930 y que determinaba qué podía verse (y qué no) en una película norteamericana– antes de que Paramount se decidiera finalmente a producirla, en 1949. A pesar de su reparto estelar –encabezado por Alan Ladd, Macdonald Carey y Barry Sullivan– y de alguna interpretación memorable, como la de Shelley Winters en el papel de Myrtle Wilson, la película, que funcionó bien en la taquilla, recibió críticas dispares que coincidían en la falta de la fuerza y profundidad de la novela, algo completamente cierto.

El gran Gatsby (1974) del director británico Jack Clayton, con guion de Francis Ford Coppola –Truman Capote era la opción original, pero el bombazo de Coppola con El padrino le valió finalmente el trabajo–, una superproducción colosal extremadamente fiel tanto al texto como a la época, contó con un elenco tan azaroso como acertado (encabezado por Robert Redford y Mia Farrow), a pesar de lo cual fue un fracaso de crítica –Stanley Kauffman, quizás el más duro con la cinta, sentenció “un muermo largo, lento y tedioso”–, que no de público, ya que hizo en taquilla casi 20 millones de dólares.

Casi cuatro décadas más tarde, en 2013, el iconoclasta Baz Luhrmann, alabado y criticado a partes iguales por su estilo visual artificioso y excesivo, por una puesta en escena más grandilocuente que operística y su gusto por el pastiche posmoderno, rescató la novela, ofreciéndole el papel de Gatsby a un Leonardo di Caprio al que el personaje le va como un guante. Y a pesar de que, vista a través de sus ojos, la –hasta la fecha– última adaptación para la gran pantalla de la novela, fuese un artefacto efectista, superficial y, por momentos, kitsch, la cinta inauguró la 66ª edición del Festival de Cannes y generó unos beneficios de más de 350 millones de dólares, que era de lo que se trataba. Y, seamos justos, Luhrmann, como Gatsby, fiel solo a sus propios sueños, tiene la osadía (o puede que sea temeridad) de empeñarse en cumplirlos.

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