Yo me enteré de que los pelirrojos daban mala suerte con casi 30 años. Fue un comentario chistoso y como tal lo tomé, como una superstición en desuso que sorprende por su escaso fuste y aún más por no (recordar) haberlo oído nunca: discursos contra cualquier tipo de grupo humano siempre han sido habituales y, si alguien pensaba que habíamos mejorado al respecto, ahí está internet para ponerlo en duda. Eso sí, entendí ‘pelirrojos’ como masculino no inclusivo: ¿cómo pueden dar mala suerte Rita Hayworth o Pippi Calzaslargas?
Todo parece deberse al gen MC1R, que se encuentra en el cromosoma 16 y es responsable de la piel pálida, las pecas y el pelo de zanahoria (Poil de Carotte se llama el inolvidable héroe juvenil de Jules Renard en la novela homónima). Vale. Pero los partidarios del pensamiento mágico, una manía en la que en momentos de debilidad caemos todos, no se conforman con la genética y necesitan certidumbres incontrastables. De ese modo, un gen de vocación tan superficial como el que nos ocupa llegaría a explicar supuestas profundidades que es fácil llenar de prejuicios propios o heredados, refranes mal escuchados y sistemas de pensamiento que poco tienen que ver con la realidad.
Claro que las creencias cambian con el espacio y la lengua. En países de habla inglesa, donde los pelirrojos abundan, no consideran tales a quienes exhiben un castaño rojizo, o al menos no del todo. En el Magreb o en Asia central sí, y en España también, quizás porque es más guay ser pelirrojo que castaño, ya que estos últimos son legión. Y hasta celebran reuniones festivas multitudinarias y/o de interés turístico.
Así ocurre en Crosshaven, Irlanda, cerca de Cork, a finales de agosto. O en Breda, Holanda, donde la rendición que pintó Velázquez, a principios de septiembre. Fue precisamente un pintor quien inició la costumbre, al solicitar un día modelos pelirrojos. Acudieron 150 personas y se hicieron tanta gracia que decidieron repetir al año siguiente. De esto hace 12 años. Como efecto secundario ha dejado un oficioso ‘día mundial del pelirrojo’ para el 7 de septiembre. Que no es ‘mundial’ lo evidencia el hecho de que en Australia se celebra el 3 de mayo, con el bonito título de Day of the Walking Red.
¿Será que hay que tenerles miedo? Lo dudo. En la Edad Media, en algunos lugares de Europa se atribuía la rufosidad –el término no es inventado– a los judíos. En concreto a Judas, representado con cabello rojo en buena parte de la imaginería cristiana, mientras que David y Salomón, que según la Torá sí lo tenían, suelen lucir otro pelaje. Así que no eran de fiar. Muchos siglos después, Charles Dickens hizo pelirrojo al mejor de sus antihéroes, el judío Fagin. Tampoco en la España musulmana gozaban de gran consideración: Abderramán I, fundador del emirato de Córdoba, se teñía el pelo de negro para resultar un comendador de los creyentes poco sospechoso.
Por desgracia los prejuicios permanecen: una de las razones que justifican los festejos antes citados es la prevención del ‘bullying’ (dejo el término en lengua pelirroja porque el acoso no es siempre escolar). Y si hay que renovar los prejuicios, pues se renuevan, que para eso están los titulares de prensa (¿alguien está leyendo esto? ¡¡Holaaa!!). Si National Geographic titula que «los neandertales eran pelirrojos y de piel blanca”, ¿quién se va a tomar la molestia de seguir leyendo para descubrir que no eran “los” sino “algunos”. De ahí a extrapolar que los pelirrojos son más neandertales que el resto hay un paso.
Lo peor de ser pelirrojo es que con frecuencia es una experiencia efímera. El cabello muta de color con frecuencia al final de la infancia, cuando las pecas empiezan a escasear. Otros, yo mismo, solo muestran atisbos de rojez en la barba, como el emperador alemán o el corsario albano-turco. Y pasar a engrosar la lista de los morenos o la de rubios resulta poco exclusivo. Porque, salvo en lugares concretos, los pelirrojos son muy minoritarios, muy lejos del 2% que le atribuyen por ahí (es decir, en la red) fuentes nunca precisadas.
Eso no va a impedir que se recuerden las hazañas de Gengis Khan o George Washington, se veneren las figuras de reinas británicas (de Isabel a Isabel, pasando por María Estuardo y Victoria), se escuchen las composiciones de Vivaldi, se lean los libros de Flaubert o Baroja, se admiren los bailes de Ginger Rogers (que solo dejó ver su color de pelo en el nombre de pila) o se paguen millonadas por autorretratos de Van Gogh.