Vestir en el siglo XVIII implicaba para las clases pudientes mostrar toda la riqueza que uno poseía. Bien lo sabía María Antonieta, quien, fiel a la fastuosidad del estilo rococó, ordenaba confeccionar ostentosos vestidos –por valor, si es posible la comparación, de lo que ahora serían unos 60.000 euros– para lucirlos una sola vez. Quién habría dicho en aquellos tiempos que las mujeres acabarían liberándose del corsé o llevando faldas que permitieran ver el muslo.
La moda es desde siempre un reflejo de la vida moderna, pero también, de cómo las personas aplican la creatividad en tiempos de cambio social. De contarlo a través de sus elementos vitales se encarga el Museo del Traje, que hace más de un año y medio cerró sus puertas para comenzar una reforma que poco después se cruzó con la pandemia, lo que llevó a sus responsables a centrarse en el estudio y documentación de la colección. Nace así su nueva exposición permanente –inaugurada el 27 de octubre–, que reúne, entre las prendas de indumentaria y las no textiles, en torno a mil ejemplares. Piezas con alma, que cuentan las historias y las vidas de sus propietarios y que llegan hasta nuestros días gracias a una admirable labor de conservación y difusión y procedentes en su mayor parte, de donaciones familiares.
Conocer los secretos del Museo del Traje es como abrir un diario u hojear un álbum de fotos antiguas. Figurines, vestidos y todo tipo de piezas históricas experimentan un despertar para mostrar al visitante cómo las sociedades evolucionan y se relacionan. En sus almacenes, protegidas como pequeños tesoros, las prendas descansan envueltas en tejidos especiales para su correcta conservación, dentro de cámaras, aisladas de cualquier agresión que pueda alterar su humedad, temperatura o nivel de luz. “La fragilidad de los tejidos orgánicos no permite que estén al aire libre más de seis meses, pues se desintegrarían. El comportamiento de una prenda no es el mismo aquí que en Valencia, por ejemplo, por la distinta humedad del clima”, explica su directora, Helena López de Hierro. En los almacenes confluyen prendas de todas las épocas: litúrgicas del siglo XVII, trajes regionales vinculados a la tradición española de principios del siglo pasado o vestidos de alta costura de la última década del franquismo. “Al llegar una prenda al Museo, el primer paso es siglarla, asignarle un número, un ‘dni’ que la acompañará para siempre”. Con guantes de tela y extremo cuidado, abre uno de los cajones para enseñarnos un jubón (vestidura que cubría desde los hombros hasta la cintura) de 1560, la prenda más antigua que el museo alberga, y una de las primeras en llegar. El proceso de conservación de las piezas nuevas es complejo y minucioso, y su manipulación, mínima.
La sala de Volúmenes, perteneciente al departamento de Conservación, es la siguiente parada. Está ocupada por mesas vestidas de tejido blanco y prendas descompuestas en patrones, a la espera de decidir si se presentan en plano o sobre un maniquí. Las expertas artesanas que trabajan sobre ellas tienen el privilegio y la responsabilidad de perpetuar un legado ético y estético. “En este departamento se limpian y alinean, humectándolas para que ganen flexibilidad. La labor que aquí realizan es inmensa porque deciden cómo se custodian, almacenan y producen las prendas para luego exponerse en el museo”, cuenta la directora. Un complemento que sorprende por su especial aspecto son unas manoletinas con una rosa de encaje sobre el empeine. “Están tratadas casi con acupuntura. Pertenecían a la hija de Isabel II de España, apodada La Chata por su baja estatura, la única de la Casa Real a la que se le permitió quedarse cuando se instauró la II República, aunque no lo hizo”.
A través de la moda se entiende el papel que cada uno jugaba dentro de la sociedad: quienes enriquecían sus trajes con bordados, encajes o metales preciosos eran gente extraordinariamente rica y poderosa. La calidad de estos textiles permitía que los trajes se heredaran de generación en generación, y que, cuando dejaban de usarse, se destinaran a vestir imágenes religiosas. Otro de los motivos por los que se extendían tanto en el tiempo es que, básicamente, los trajes no se lavaban. “En aquellos tiempos, la higiene era escasa. Lo que había era más bien ‘introspección’. La prenda interior, como la que llevaba Don Quijote, una camisa o camisón largo, era lo que se lavaba”, afirma la directora.
De las piezas expuestas en la exposición, 150 han necesitado maniquíes fabricados a mano para que sea el soporte el que se ajuste a la prenda, y no al revés. Entramos en el taller donde se realizan, y una legión de reproducciones de bustos, piernas y brazos acolchados inundan estanterías y cajas dispersas bajo las mesas. Al fondo, una artesana pinta sutilmente uno de ellos, como si de una pieza en miniatura se tratara. “Algunos se elaboran a medida por la ausencia de tallas hasta los años 50 del siglo pasado. A partir de entonces, los maniquíes tienen el busto más pequeño y una forma más delgada para reflejar a la mujer moderna”, explica López de Hierro. Vestir un maniquí es como crear una escultura con relleno, pues el cuerpo ha de adoptar el gesto y la postura que la sociedad exhibe en cada época. En la sala de costura dan vida a uno de ellos con un vestido ‘a la inglesa’ de finales del siglo XVIII. “Esta época es nuestra preferida, aunque apenas se preservan ejemplares. La opulencia era tal que el 95% del coste era solo de tejido ”, cuenta López de Hierro. Los últimos pasos del proceso consisten en fotografiar y catalogar la colección para renovar las salas del museo y construir las visitas virtuales. El resultado es un nuevo discurso transversal para la exposición en el que Juan Gutiérrez, responsable de indumentaria del siglo XX, trata la moda en España desde su producción y difusión hasta cómo afecta, no solo a la indumentaria, si no también a la vida cotidiana. Para aportar dinamismo, se alternan en algunos espacios prendas históricas y contemporáneas, como un chándal de Jeremy Scott junto a un traje de luces del XIX y unas manoletinas de Manolo Blahnik.