Invierno de 1949. B. B. King –entonces con unos 25 años– actúa con su guitarra en un salón rural del poblado de Twist, en Arkansas. De repente, dos hombres comienzan una pelea y vuelcan el barril de queroseno ardiente que calienta el lugar. Todos huyen, también B. B. King, quien, ya afuera, nota que ha dejado su guitarra dentro. Vuelve a entrar y emerge, un rato después, con las seis cuerdas intactas. Más tarde, al enterarse de que la pelea fue por una mujer llamada Lucille, decidirá bautizar así a su guitarra —y a todas las que vendrían después, preferentemente una Gibson ES-355 negra— como recordatorio de no volver a hacer algo tan temerario ni por una mujer ni por nada.
Antes de ese episodio, Riley Ben King trabajaba como DJ en una estación de radio en Memphis, Tennessee. Allí se ganó el apodo de Beale Street Blues Boy, porque pinchaba blues en esa emblemática calle, luego acortado a Blues Boy y, finalmente, a B.B.
Su amor por el instrumento le llegó cuando de niño vio al reverendo Archie ofrecer el servicio religioso con una eléctrica y cantando góspel. No paró de practicar hasta convertirse en un avezado instrumentista y cantante. “Cuando canto, no toco; cuando toco, no canto –decía– Así puedo darle a cada uno toda mi alma”.
Cien años después de su nacimiento, su influencia sigue siendo vasta y transversal, ya que alcanza a guitarristas tan variados como Eric Clapton, Jimi Hendrix, David Gilmour, Joe Bonamassa y Gary Moore, entre muchos más. Alguna vez definió su estilo —solos con pocas notas de sonido limpio y un uso expresivo del vibrato— así: “Intento contar una historia. Trato de hacer que mi guitarra cante. No solo tocarla, sino hacerla hablar”.
