Visualmente impactantes y cautivadoras, las obras de Daniel Canogar (Madrid, 1964) son, sin embargo, difíciles de aprehender con una explicación. Ahí van dos intentos. El primero: en una pantalla –un cuadro en realidad; o al revés– los faldones de decenas de televisiones de todo el mundo –esos que anuncian la última hora en la franja inferior– circulan infinitamente dibujando coloridos tirabuzones. En tiempo real. Es decir, la obra varía constantemente o, como dicen en el estudio de Canogar, es “regenerativa en el tiempo”. El segundo ejemplo: cuatro pantallas en las puertas del edificio Serena Williams de la firma Nike, en Oregón, reflejan en abstractas bandas de colores que fluyen, también permanentemente, desde los movimientos en la pista de la tenista hasta las búsquedas en Google relacionadas con el deporte.
Canogar se define como “artista visual”. Con dos obsesiones que se repiten en su obra: “la relación de la luz y la oscuridad como uno de los simbolismos fundamentales del ser humano”, y que le atrapó desde que con 14 años empezó a manejar un laboratorio fotográfico; y la memoria, desde el convencimiento de que su pérdida implica la pérdida de la identidad y la advertencia de que tanta información inabarcable está sustituyendo la memoria biológica por la tecnológica. Y hay también un mensaje que trufa toda su obra: una invitación a la reflexión sobre la adicción universal a las pantallas; y qué mejor que hacerlo a través de la misma herramienta cuestionada. En esa apuesta por el mensaje, explica Canogar, la estética cobra valor en la medida en que engancha al espectador para que mire más detenidamente. “La estética por la estética –sentencia– no me interesa nada”.
Hace 20 años, por cierto, cuando esta revista daba sus primeros pasos, Daniel Canogar no vivía su mejor momento profesional. Tras perder repentinamente la confianza de su galería, cogió una bici y se dedicó a documentar con su cámara la transformación urbanística del barrio en el que aún mantiene su estudio, fotografiando ruinas, basuras y residuos tecnológicos. “Fue un periodo crítico para mí –reconoce–, pero a veces, cuando pierdes todo, es el momento de iniciar nuevas aventuras. De algún modo, ahí empezó una nueva etapa en mi vida en la que estoy todavía”.
20 años después, Canogar ingresó como académico en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en abril de 2024. ¿Una rara avis en una institución aparentemente más apegada a artes clásicas? “De alguna forma, sí –admite–, pero todos los encuentros que he tenido con académicos me han resultado intelectualmente muy enriquecedores. Poder hablar en profundidad de temas que nos interesan es una maravilla”.
Porque, y esto es importante, Canogar no es el resultado pasajero o coyuntural de la era de las nuevas tecnologías y los NFT: “Eso es otra tribu –aclara–, muy relacionada con las criptomonedas, los videojuegos o el grafismo informático. Es interesante, es un fenómeno social, incluso he hecho un NFT y me ha ido muy bien. Pero no se nutre de las raíces de las que yo me nutro”. Esas raíces, en su caso, tienen que ver con la historia del arte, con los discursos artísticos de los últimos dos o tres siglos y con el progresivo descubrimiento de que “un pintor del Renacimiento del siglo XV al final tenía preocupaciones muy parecidas a las que tenemos en el siglo XXI. Y eso me emociona”.