Graciela Iturbide: medio siglo de fotografía con el alma en la mirada

Graciela Iturbide en su casa-taller de Coyoacán, en Ciudad de México.

Graciela Iturbide en su casa-taller de Coyoacán, en Ciudad de México.

La perspectiva existencial y el interés por descubrir más allá de lo que ven nuestros ojos han sido constantes en la fotografía de la mexicana Graciela Iturbide, quien a sus 83 años recibe en Oviedo (24 de octubre) el Premio Princesa de Asturias de las Artes. Sus imágenes en blanco y negro avalan medio siglo de vuelo libre por los enigmas de la Naturaleza y la condición humana, un extenso viaje basado en la suma de contrarios, a saber: el azar y la contemplación, el orden y la libertad, lo mágico y lo testimonial. Atenta a los trasfondos oníricos, al gran espectáculo de la muerte, al devenir de los pueblos originarios y sus rituales iniciáticos, Iturbide confiesa que gracias a la fotografía la vida se le ha revelado. Menuda en su apariencia, el ave resistente que dice llevar dentro hace acto de presencia y permite que, acompasada por el aleteo de unas cejas alzadas como gaviotas animosas, la conversación transcurra.

Cuando en mayo se le concedió el Premio Princesa de Asturias de las Artes, se inauguraba en la Fundación Casa de México en Madrid su retrospectiva Cuando habla la luz, que ha tenido una extraordinaria acogida. Ambos hechos constatan su reconocimiento en España y también global. ¿Cómo se siente?

Al principio, bloqueada, no lo esperaba. Luego, muy feliz y agradecida. Aunque soy muy mexicana, tengo también sangre vasca, aragonesa y asturiana. Mis ancestros españoles llegaron a México antes de la Independencia, y para mí es muy lindo compartir mi parte mexicana con la española a través de este galardón.

El blanco y negro es una de sus señas de identidad. ¿Nunca le atrajo el color?

Admiro a la gente que toma bien el color, pero en general no me gusta, yo veo en blanco y negro; el color para mí es solo una abstracción de lo que estoy viendo. Me gustan las tonalidades suaves.

Hizo una excepción en la serie El baño de Frida. ¿Por qué?

Tras la muerte de Frida Kahlo en 1954, Diego Rivera cerró dos espacios de la Casa Azul, donde vivían, con objetos y documentos de Frida. Medio siglo después, en 2004, su gran amiga y coleccionista Dolores Olmedo me encomendó plasmar la reapertura de esos lugares. Como casi no hago guiones, permití que el azar, que es totalmente importante, operase en mí; y al pasar por el baño lo que me atrajo fue el dolor de Frida a través de sus prótesis, corsés, medicinas, animales disecados y carteles de Stalin, objetos que parecían tener un palidez propia. Supe entonces que en ese fulgor suave estaba el tema.

Fotografía:Karla Lisker
El jurado del Premio Princesa de Asturias destaca que las imágenes de Iturbide que “no solo muestran lo que se ve, también lo que se siente”.

Alude al azar, pero su obra denota un sentido muy meditado de lo que hace.

Me gusta trabajar sin prisa, sean encargos o proyectos míos. Me atraen muchos asuntos: las tradiciones, las costumbres, los jardines botánicos, la diversidad, la mujer, los pájaros, los pueblos originarios… Pero a la hora de disparar, de apretar el obturador para ese momento decisivo del que hablaba Cartier-Bresson, interviene la sorpresa. Nunca sé lo que voy a encontrar, salgo con mi cámara y dejo que las cosas aparezcan, a veces se presentan incluso a través de los sueños. Es muy emocionante.

Hablando de sueños, de esas fronteras entre lo interior y exterior, ¿cree que existen circunstancias superiores a lo meramente terrenal?

No soy creyente pero sí muy mística. Adoro a San Juan de la Cruz, a Santa Teresa de Ávila, a los sufíes, me gusta leer sobre las religiones, me encanta El Cantar de los Cantares… A pesar de la educación tan severa que tuve, de confesiones obligadas en mi escuela, de misas y comulgadas continuas con mi madre, incluso de una capilla avalada por el Vaticano en casa de mi tía, con el tiempo vas evolucionando y viendo cosas. Y aunque no soy creyente, no dudo ni tantito que hay una gran fuerza, lo descubrí en la isla de Lanzarote.

¿Por qué en Lanzarote?

Cuando fui hace dos años, sentí que llegaba al principio y el final del mundo, al lugar perfecto. Me di cuenta de cómo venimos de esa gran fuerza de la Naturaleza. Desde entonces creo en el homo sapiens. He estado luego en Japón y Machu Picchu fotografiando piedras, volcanes, lava, esos elementos de la Naturaleza con tanta potencia y belleza telúricas.

¿Le asusta la idea de la muerte?

Sí, me asusta un poquito. La he fotografiado mucho porque nacemos para morir y porque la muerte es costumbre en México, de ahí la multitud de máscaras de la muerte en festividades. Pero ya no, hubo un momento en que tuve que parar porque ciertas energías de ciertas gentes y ciertos rituales me estaban afectando.

¿En qué sentido?

Perdí a una hijita cuando tenía seis años. A partir de entonces, me dediqué a fotografiar angelitos [niños muertos], que en México los ponemos en sus cajitas con flores y medicinas. Un día, en Guanajuato, me encontré a un señor con su familia que llevaba a su niña muerta. Le pregunté si podía acompañarles y, en medio del camino al cementerio, el señor se volteó asustado porque había un hombre tirado con el cuerpo picoteado por los buitres, no sé si lo habían sacado de la tumba o no lo habían enterrado. Nada más dejar a la niña en su tumbita, de repente salieron miles de pájaros y sentí entonces que la propia muerte me dijo ‘basta de fotografiar angelitos para sufrir’. Y lo dejé.

¿Cómo es el universo interior de Graciela Iturbide?

En mi mundo interior anidan los pájaros, la libertad. Como decía San Juan de la Cruz, soy pájaro solitario que vuela alto, que no goza de compañía salvo la naturaleza y que canta suavemente. En México, los pájaros tienen muchos significados, igual que los venados, conejos, mariposas, insectos, serpientes o jaguares. En muchos pueblos, cuando va a nacer el niño hay una persona cerca que dibuja en el suelo animales; y el animal que se pinta en el momento del nacimiento se convierte en su nahual, según la mitología mesoamericana, un ser sobrenatural que te acompaña de por vida y que te protege aunque a veces pueda ser dañino. El mío es un ave.

Fotografía:Karla Lisker
La mexicana se considera admiradora de genios de la imagen como Brassaï, Henri Cartier-Bresson –a quien conoció en París– o Sebastião Salgado.

Volvamos a la fotografía. Siempre menciona a su primer y gran maestro, Manuel Álvarez Bravo, el mayor referente de la fotografía mexicana.

Le conocí en la escuela de cine y fue tal su influencia como maestro, mentor y casi como padre que me convertí en su asistente y cambié mi rumbo profesional. También me introdujo en la pintura y la literatura.

En sus series sobre India, Tlaxcala, los indígenas seris de Sonora o los muxes de Juchitán se aprecia también el eco de otro grande, el escritor Juan Rulfo.

Tengo dos historias con él. Me pidió que le imprimiera sus fotos, pero yo apenas estaba aprendiendo a revelar y rehusé porque pensé que le iba a quedar mal. Luego me propuso un experimento: ir a su casa y fotografiarnos mutuamente. Y nunca fui. Me arrepiento, adooooro su literatura, Pedro Páramo es uno de mis libros fetiche.

¿Se considera fetichista?

Lo soy en mi proceso creativo, un ritual que amo. Nunca robo fotos, busco la complicidad y pido permiso. No uso teleobjetivo, iluminación artificial ni trípode. Me gusta llegar a casa, revelar los contactos, seleccionar con calma, recorto algunos, a veces los pego en tarjetitas y, por último, imprimo. Soy fetichista, sí, pero no mitómana. Por ejemplo, no comparto la fridamanía: para mí, Frida Kahlo no era santa, como dicen, solo una gran mujer.

¿Qué es la fotografía para usted?

Es mi pasión, una manera de vivir, de conocer mi país, el mundo y a mí misma. La cámara es la que permite que a través de mis ojos afloren mis sentimientos, todo eso anímico que descubre el corazón pero que se aloja en la cabeza. Nunca salgo sin ella.

Y así, pequeña y coqueta por fuera –le gusta la moda, el blanco o negro para vestir y el aroma de rosas– pero gigante en su interior, Graciela Iturbide, creadora comprometida y poética que transgrede límites “desde el respeto” y que avanza “sin prisa pero con goce”, cierra con el Premio Princesa de Asturias de las Artes otro capítulo de su fabulosa trayectoria, un crisol testimonial de la compleja profundidad mexicana y la suya propia.

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