La historia del restaurante La Casa de Manolo Franco puede contarse de dos formas diferentes. Una, quizás la más fácil., aséptica y lineal, recordando que su chef y propietario, quien le da nombre, siguió como periodista la Fórmula 1 y el Dakar durante 25 años; que una de las paredes del local ha sido decorada con un mapamundi formado por recortes de las crónicas que firmó; y que no debió dejar mal recuerdo porque nombres como Fernando Alonso, Carlos Sainz, padre e hijo, Roberto Merhi o Isidre Esteve ya han acudido a probar los platos que cocina. Sin duda, un relato que bien podría bastar como reclamo para un restaurante que, asentado en Valdemorillo (una localidad de unos 15.000 habitantes a 40 kilómetros de Madrid) no se encuentra, precisamente, entre los habituales circuitos turísticos, y menos aún, gastronómicos de la capital.
Pero hay otra segunda forma de contar la historia, que entronca con los sentimientos y las emociones, y que tiene mucho que ver, aunque pueda sonar grandilocuente, con la palabra ‘amor’, que Manu Franco nombra en varias ocasiones a lo largo de esta conversación: amor a sus padres, que abrieron un bar-restaurante en este mismo lugar en 1969 –“la tortilla de patatas, con huevos de gallinas propias, atraía a clientes incluso de pueblos de alrededor”– mientras convertían la planta superior en la casa familiar; amor a las hermanas, que lo mantuvieron en marcha ininterrumpidamente cuando la salud del fundador comenzó a flojear; y amor a su mujer y a sus dos hijas, que soportaron esa profesión que, de la mano del diario AS y la Cadena SER, entre otros medios, le mantenía viajando constantemente –tiene contabilizados 236 días fuera de casa en el año 2018– de circuito en circuito.
No es extraño, por tanto, que Manu recuerde como uno de los días más felices de su vida aquel 26 de noviembre de 2024, en Murcia, en que recogió la estrella Michelin que ahora ostenta y que, con una sensación indisimulada de triunfo, de objetivo conseguido tras una aventura no exenta, ni mucho menos, de riesgos, no todos calculados, besó a su mujer y el anillo de su padre que lleva en la mano.
Recapitulemos cómo hemos llegado hasta ese momento. Aunque el Manuel Franco niño ya echaba alguna mano en el Casa Manolo familiar, no fue hasta 2019 cuando, una vez satisfecha, con creces, su vocación periodística –cinco libros publicados incluidos; su primera novela, aún una aspiración en el horizonte–, decidió parar, elegir un cambio de 180º y hacerse cargo del restaurante con la idea de convertirlo en una referencia en la zona, por qué no, se decía entonces, merecedora de ese macaron tan apreciado. Se formó en la escuela Le Cordon Blue, leyó, investigó, recordó los grandes restaurantes visitados durante su etapa de periodista, las preguntas que su curiosidad lanzaba entonces, se rodeó de grandes profesionales y empezó una aventura que, sin embargo, al poco de comenzar, se vio truncada momentánea pero drásticamente por la pandemia del covid. Cuando retomó la actividad, repensó el proyecto, con más ambición, “a por todas”, se dijo: menos mesas, alta cocina y servicio impecable. Y, además, en consonancia con esa afición a la escritura que había marcado su carrera, contando una historia.
El resultado: un día en la sierra de Madrid, el leitmotiv de un menú –dos en realidad, uno largo y otro corto, a precios, 115 y 85, por debajo de los que se estilan en la región, “quiero mantener esa opción relativamente asequible para quien no puede permitirse costes más elevados”– que se estructura en un supuesto desayuno, un paseo por el campo, un aperitivo, un almuerzo…, en el que las hierbas y especias de la zona cobran especial protagonismo y en el que el comensal va descubriendo, entre otras delicias, un capuchino de verduras de primavera y queso manchego; un bikini de ciervo, humo y huevo frito; un arroz cremoso de liebre, encina, demi glace y lavanda o un escabeche de trucha, zanahoria, cítricos y abeto. Acompañan algunos platos –además de la explicación amena y evocadora del servicio– tarjetones con textos salidos de la pluma de Manolo que, en ese afán de contar historias, recuerda por ejemplo las torrijas que la familia llevó a su madre, nada más darle a luz en un parto complicado, para ver si obraban esa milagrosa recuperación que se le suponía en estos casos.
Es el que propone La Casa de Manolo Franco un discurso coherente, mucho: alegremente evocador; también original y personalísimo; y, sobre todo, exquisito. “Poesía gastronómica iluminada por el sentimiento”, dice uno de los tarjetones. Y Manuel añade, al recordar emocionado los tiempos “duros, muy duros” que han jalonado el camino hasta aquí: “Este restaurante tiene un intangible, que es el amor. Y creo realmente que alguien nos está protegiendo y nos está ayudando. La gente lo valora y lo ve. No es solo que la comida está muy buena, que contemos una historia y que el servicio sea muy bueno, sino que hay algo más, eso que llamamos alma. Eso existe, y para mí es lo más importante de lo que hacemos”.
