Casi una década se pasó Mark Ruffalo (Kenosha, Wisconsin, 1967) yendo de audición en audición, en su moto de segunda mano, sin conseguir nada. Sobrevivía trabajando como camarero, incluso durante una temporada en el famoso Chateau Marmont de Los Ángeles sirviendo copas a las estrellas del cine que no aspiraba a ser: siempre dice, de manera muy creíble, que nunca tuvo esa ambición, que su aspiración se limitaba a vivir de su trabajo como actor.
Hijo de una peluquera y de un constructor, descubrió la interpretación por casualidad. En el instituto se centró en la lucha libre, pero un día, al pasar por delante de la clase de teatro y ver que hacían casi lo mismo pero con más chicas, cambió de extraescolar. En el primer espectáculo de teatro del colegio, el protagonista falló y la profesora le eligió como sustituto. Ruffalo puso voz de Colombo a su detective y, en cuanto salió a escena, recibió las primeras risas desde la platea. Ahí se dio cuenta. “Dios mío, esto es lo que voy a hacer el resto de mi vida”, recuerda.
Para el final de su adolescencia su familia se mudó a San Diego. “Era un surfista, un skater, estaba en una banda de punk, pero sabía que quería probar suerte con la interpretación”, dice explicando cómo la profesión le salvó de alguna forma. Se plantó en Los Ángeles con 19 años, directo a la escuela de Stella Adler, tuvo la suerte de caerle bien a la secretaria y le matriculó. “No era nada bueno al principio. En mi clase estaba Benicio Del Toro, él sí era bueno, impresionante, no necesitabas más que un segundo para darte cuenta de que nunca ibas a ser como él”.
Y así fue… al menos durante esa década sin trabajo. Hasta que, por fin, en el cambio de siglo empezó a despuntar: primero gracias a Ang Lee (Cabalga con el diablo, 1999) y después, sobre todo, con Puedes contar conmigo (Kenneth Lonergan, 2000). Su carrera despegaba, era uno de esos nuevos nombres con potencial, estaba rodando La última fortaleza con Robert Redford y James Gandolfini, esperaba su primer hijo con su mujer… y de pronto, fundido a negro. Casi literalmente. Ruffalo tuvo un sueño muy vívido: tenía un tumor cerebral. Tan vívido era que acudió al médico y se lo confirmaron. Nació su hijo y diez días después le operaron, se le paralizó toda la parte izquierda de la cara. Tuvo que abandonar Señales, de M. Night Shyamalan, y desapareció.
Caída y auge… hasta la cima
Se concentró en su recuperación; la única secuela que le quedó fue la pérdida de audición del oído izquierdo. Regresó más fuerte que nunca, aceptando casi todo proyecto que pasara por delante, incluso se lanzó a la comedia romántica (Ojalá fuera cierto, Dicen por ahí…). Tras haber enfrentado la muerte cara a cara, era más realista sobre la volatilidad de todo; también más empático y compasivo. Todas esas cualidades que le han granjeado el respeto de la industria hollywoodiense, pero que también le han llevado en los últimos 20 años por una deriva de papeles de buen hombre con contadas excepciones, como el donjuán sin solución de Los chicos están bien (2011), por el que llegó su primera nominación al Oscar, o el adicto al sexo de Amor sin control (2012).
Fueron años también de trabajar con grandes directores: David Fincher (Zodiac, 2007), Spike Jonze (Donde viven los monstruos, 2009), Martin Scorsese (Shutter Island, 2010), John Carney (Begin Again, 2013) Fernando Meirelles (A ciegas, 2018)… Y de lanzarse incluso a dirigir (Sympathy for Delicious, 2010). Su carrera seguía la deriva de prestigio y autor clásica y, sin esperarlo, volvió a dar un vuelco. Joss Whedon le quería para interpretar al Hulk del nuevo siglo, quería esa simpatía y amabilidad que emanan sus poros para encarnar al más irascible de los superhéroes de Marvel en eterna lucha con su propio carácter. Ruffalo se lo pensó un poco, pero no demasiado. Y a pesar del miedo de entrar en un universo cinematográfico millonario, en un circuito de fans y convenciones y disfraces, Ruffalo aceptó y le ha merecido la pena. “Me ha dado la oportunidad de hacer cosas que probablemente jamás habría hecho –admite–. Al principio, tuve una relación complicada con Hollywood, pero tengo que agradecerle lo que me ha enseñado incluso en los momentos más difíciles. Me ha dado mucho, incluso las lecciones más duras. Y si lo comparas con cualquier otra industria del mundo, probablemente sea la menos mala”.
Ser Hulk le ha dado una plataforma desde la que seguir comprometido con causas políticas y sociales. Después de lo que Los chicos están bien hizo por la aprobación del matrimonio gay en California, Ruffalo se montó su propia productora para contar historias que importan, como en Aguas oscuras (2019), y sigue hablando en las alfombras rojas y las redes sociales de temas que le importan. “Hasta ahora no me ha dado ningún problema –asegura–. Como actor, he mejorado. Como artista, estoy más seguro y confiado. Como ciudadano, me he unido más a la gente que hay a mi alrededor. Quizás haya hecho algunos enemigos, pero sé que he hecho muchos más amigos. Hay mucha más gente buena ahí fuera que mala”.
Sin embargo, delante de la cámara quiere interpretar más malos. Es una inclinación que le despertó el desagradable Duncan Wedderburn de Pobres criaturas (2023), un papel para el que no se sentía preparado, pero que su director, Yorgos Lanthimos, vio clarísimo (y que le valió otra nominación al Oscar). De nuevo, jugar con esa bondad innata de Ruffalo mientras hace cosas horribles. Sin darse cuenta, por inercia, le habían encasillado. “Me sentía un poco atrapado y era un sentimiento un poco deprimente”, contaba estos meses. Por eso, en su siguiente película, Mickey 17, de Bong Joon-ho (Parásitos), “es un pirado, un proto-fascista, otro narcisista que puede abrir conversaciones hoy”. Y, por fin, tras un descanso de un año recomendado por sus médicos en el que se ha dedicado a la escultura, regresa recargado, dispuesto a seguir “encontrando cualidades humanas” hasta en los peores villanos y aprovechando este momento “de absoluta libertad creativa”.