Robert Redford, el legado de una estrella

Robert Redford en la oficina de su agente en Nueva York, en 1969.

Robert Redford en la oficina de su agente en Nueva York, en 1969.

En su prime como actor, a mediados de los 70 del siglo pasado, llegó a ser comparado con figuras del Hollywood clásico como Cary Grant, Errol Flynn o Gary Cooper. Con el tiempo, él mismo se convirtió en una cara visible de ese Parnaso cuyo uno de sus rasgos más notorios refiere, justamente, a rasgos agraciados, pero también a una impecable presencia escénica. Ahí están para corroborarlo marcas inoxidables como Dos hombres y un destino (1969) o El golpe (1973) –ambas inevitablemente asociadas a su química con Paul Newman–, y también thrillers políticos como Los tres días del cóndor (1975) o Todos los hombres del presidente (1976).

Robert Redford terminó por cincelar una personalidad que trascendió el camino simple y agradable del galán de buen ver. Primero animándose como director, y obteniendo un Oscar con su debut, Gente corriente (1980); luego, impulsando un instituto de cine devenido en festival, Sundance. Tampoco le fue ajeno el interés por las causas ambientales o sociales, por las cuales activó ya fuera con la denuncia de abusos de poder desde la pantalla, y no solo, o militando en causas ecológicas mucho antes de que fueran tendencia. Otro elemento diferenciador que cultivó fue un estilo reservado respecto a su vida personal, alejada del estrépito mediático, marcada por la discreción y por pérdidas familiares que, aseguró más de una vez, templaron su carácter.

Redford dejó tras de sí no solo un puñado de títulos inolvidables, sino una forma distinta de estar en el mundo del cine, muchas veces afecto al glamur y a la banalidad. “Nunca me interesó ser una estrella –dijo–, lo que me importa es contar buenas historias y, si es posible, dejar algo de verdad en ellas”.

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