Una noche sofocante de julio de 1976, en Dallas, Tina Turner huyó de la habitación de un hotel con lo que consiguió rescatar al vuelo: un abrigo de visón, un vestido de lentejuelas, la cara hinchada por los golpes y 36 centavos en el bolsillo. Cruzó una autopista jugándose la vida segura de que cualquier cosa era mejor que volver junto a marido, Ike Turner, que dormía borracho tras le enésima paliza que le había propinado. Años después, recordaría esa huida en I, Tina con una frase brutal: “No tuve miedo de morir cuando me fui, porque ya estaba muerta… yo no existía”.
Antes de convertirse en la Reina del Rock, esa figura de piernas imposibles, melena revuelta y tacones que pisaban fuerte sobre escenarios donde ningún hombre se atrevía a hacerle sombra, Tina fue primero Anna Mae Bullock, hija de una costurera y un obrero del campo, nacida en 1939 en Nutbush, Tennessee, un lugar tan pequeño que ella misma tuvo que ponerlo en el mapa a golpe de canción. “Mi madre se fue sin mirar atrás, como si yo no existiera”, escribió. Su padre también la abandonó. Tina sabía que tenía un don, pero la sombra de la soledad minaría en gran medida su autoestima.
Con la adolescencia llegó a St. Louis. Allí conocería a Ike Turner, conocido por haber grabado uno de los primeros temas que se consideran piedra fundacional del rock and roll, Rocket 88 (1951). Ike vio en ella un talento y su garantía de llenar salas. Le dio un nombre nuevo, Tina Turner, y lo registró como marca. “Era su forma de recordarme que, si me iba, no podría ser yo”, recordaba la cantante. Lo demás es historia: juntos crearon los Ike & Tina Turner Revue, un espectáculo de soul sudoroso y luces de club en el que la voz de Tina rompía cada nota. Entre giras interminables y hoteles baratos, Tina aprendió a maquillar los moretones que le dejaban las palizas de Ike, un genio de la música violento y adicto a la cocaína. A cambio de soportar las agresiones, subía cada noche a escenarios que vibraban con River Deep–Mountain High, Nutbush City Limits o Proud Mary. Al menos en esos momentos era feliz derrochando fuerza, bailando al ritmo frenético de la música, brillando en vestidos que reflejaban la luz de su carisma y transmitiendo con energía la inigualable voz que la haría conocida a nivel mundial.
Segunda oportunidad
Aquella noche en Dallas su sueño de estrellato sucumbió bajo el peso de la realidad. Renunció a casas, coches, joyas y cualquier derecho sobre los discos que vendió. Durante casi una década, fue la ex de Ike Turner. Sobrevivía aceptando conciertos mal pagados, presentándose en casinos de Las Vegas, fiestas privadas y cualquier sitio que le permitiera cubrir las deudas que Ike le dejó. La industria la veía como una reliquia del soul, pero ella sabía que un día todo cambiaría. “Creo que si simplemente te levantas y sigues adelante, la vida se abrirá para ti”, afirmaba.
Fue Europa la que apostó primero por su segunda vida. Con Roger Davies como mánager grabó Private Dancer en 1984. El disco vendió 20 millones de copias, colocó What’s Love Got to Do with It en el número 1 de Estados Unidos y la vida le devolvió la corona. De pronto, Tina era la estrella de rock madura que se reía de la edad. En sus entrevistas, repetía con humildad: “No soy una víctima. Soy alguien que sobrevivió”. Hollywood amplificó su leyenda con Mad Max II: Más allá de la cúpula del trueno. Tina, enfundada en una armadura de metal, se convirtió en Aunty Entity, la reina de una ciudad salvaje sin reglas.
“No se podía dirigir a Tina. Ella dominaba cada disparo de cámara igual que dominaba un estadio”, dijo Peter Lindbergh de la diva. Las fotos que de ella tomó en París sellaron su imagen para la posteridad. Subida en la Torre Eiffel, vestida del diseñador Azzedine Alaïa –su gran amigo–, demostraba que la edad, la vida, no era más que un estado mental sobre el que ella tenía un control absoluto. Su mirada, entre tierna y decidida, era el espejo de un alma que había encontrado su centro de gravedad.
A mediados de los 90 y tras ganar 12 Grammys a lo largo de una carrera sin igual, Tina Turner se casó con Erwin Bach, un adinerado ejecutivo musical, y lo dejó todo. Renunció a su pasaporte americano y convirtió Suiza en su hogar. Allí podía caminar por la calle sin ser incordiada, se sentía libre. Abrazó la discreción suiza, el cuidado de su jardín, la tranquilidad de una existencia ordinaria, en familia, como quien cierra la puerta tras una gira interminable. Ya sin rencor, sin nada que reclamar a la vida. Tras haber logrado lo que siempre había buscado: ser feliz.
