Gustos al margen, es evidente que la sal ya no es una sola. En realidad, nunca lo fue, aunque durante años pretendieran ocultárnoslo dividiendo el mundo entre sal de mesa y sal gorda. Hoy, la sal se ha dignificado. Cocineros de la talla de Ferran Adrià proclaman alabanzas como ésta: “Es un producto mágico, que marca la diferencia. En la cocina, lo primordial es el fuego, después la sal y en tercer lugar la leche”.Pero lo mejor de todo este salado asunto es que la sal, por más buena y exclusiva que sea, es un lujo posible. Lo cual nos permite abarcar distintos tipos de ella. Una patata asada, por ejemplo, nunca sabrá igual con un toque de Halen Môn (la sal ahumada de Gales) que con una pizca de la delicada sal rosa del Himalaya.
El producto más importante
Agua de mar, sol y viento: hacen falta solo estos tres elementos para obtener un producto muy diverso por color y consistencia según la zona de recolección. Hablamos de la sal marina artesanal, que en los últimos años se ha tomado su revancha sobre la sal gema (antes más utilizada por su bajo coste), entrando como protagonista primero en las cocinas de los chefs más vanguardistas; luego en los estantes de las boutiques gastronómicas y en las despensas de los gourmets; y, por fin, en los cócteles más de moda.
España, foco de salinas
No es casualidad que entre las zonas productoras de España –donde de los 5,2 millones de toneladas producidas, solo el 4% se destina a la alimentación, el 7% al deshielo, en torno al 50% a la industria química, y el resto a otros destinos- se encuentren el parque natural de las Salinas de Ibiza y Formentera; o las salinas d’Es Trenc, en Mallorca; o las de las costas levantinas entre Alicante y San Pedro del Pinatar; o las marismas del Parque Natural de la Bahía de Cádiz, en el estuario que forma la desembocadura del río Guadalete… O que en Italia –por continuar en el Mediterráneo- las sales más apreciadas sean las de Margherita di Savoia, Cervia y Trapani, todos ellos lugares solitarios, románticos y únicos en los que el tiempo parece haberse detenido y donde surgen auténticos reinos de la sal.
Salinas por el mundo
Cada salina ofrece un producto con propiedades organolépticas únicas, derivadas de la tradición y de las características de los mismo lugares. La sal de Cervia, por ejemplo, es dulce, debido a la baja concentración de cloruros amargos: un kilo de esta sal cuesta tres euros. En Francia, merece especial atención la sal de Guérande, en la costa atlántica del país, que todavía es recolectada de forma artesanal entre junio y septiembre, según el antiguo método celta que prevé exclusivamente el uso de palas de madera, ya que el metal podría contaminar la pureza del producto. De Francia a Hawái, con su sal roja y negra. La primera debe su tonalidad a la arcilla roja, un mineral que se mezcla con la sal durante el proceso de evaporación y contiene una cantidad de hierro cinco veces superior a la sal común; mientras que la segunda destaca por su particular proceso de secado, sobre piedras volcánicas, que confieren al mineral ese inconfundible sabor amargo y seco, además de un intenso perfume.
Función estética
Más allá del gusto, la sal va desempeñando en la cocina también una inédita función estética. Es, por ejemplo, el caso de la sal Maldon, que recibe su nombre por la localidad inglesa en la que se recolecta y se somete a una particular elaboración que transforma los cristales en llamativos y crujientes copos (ideales para dar el toque final a los platos). Y un capítulo aparte se merece la célebre sal rosa del Himalaya. Se trata de una sal con una alta concentración de minerales, que se caracteriza por su sabor y pureza, propiedades muy apreciadas por los chefs, especialmente para el pescado crudo.