Una expresión que ha sido tomada por muchos como un dogma de fe, hasta el punto de acoplar a esta sentencia una segunda que dice que “si el cliente no tiene la razón, vuelva a leer la primer a norma”. Casi nada. El cliente ha evolucionado mucho desde entonces, especialmente en la última década donde el marketing ha desplegado todo su poder, implicando valores, principios y emociones en sus mensajes, con el fin de provocar el deseo de compra a través de nuestros ideales.
Los actores siguen siendo los mismos, pero el cliente ahora es el rey porque así lo han decidido las marcas que quieren proyectarse de forma seductora ante un comprador al que han adulado otorgándole un poder desproporcionado. La actitud frente a la competencia comenzó entonces a ser un juego donde al cliente se le halaga por no ser tonto, dándole a entender que existen dobles tarifas y que las ofertas de una empresa implican que la competencia pretende tomar el pelo al cliente.
En medio de una situación económica crítica, mantener a los clientes era algo fundamental y la actitud de quien hasta entonces no había tenido problemas de público, fue la de comenzar a preocuparse por asegurarse la clientela. Para complicar más el problema, la presencia de las redes sociales implicaba preocuparse por la gestión de esa faceta del restaurante que llegó a sus negocios sin pedir permiso. Con el miedo a una situación incierta y el desconocimiento de un nuevo soporte de comunicación, que parecía tener una fuerza imparable- e incomprensible para muchos-, los restauradores necesitaron de la ayuda de expertos para desenvolverse en ese nuevo estatus donde, como proveedor, estaba expuesto a todo tipo de demandas y críticas.
Cientos de empresas de marketing salieron al rescate de los hosteleros para ofrecerles no sólo una serie de servicios para la nueva era, sino que además se garantizaba que todo ello se realizaba bajo una nueva filosofía y forma de comunicación que ponía al cliente en la cúspide de todo. El hecho de tener menos poder adquisitivo, hacía que el cliente fuese más selectivo y a la vez más codiciado así que, bajo ese paradigma, se comenzó a agradar y atender de una forma mucho más deliberada y comprometida.
A todo esto, el cliente, que no es tonto, vio la oportunidad y se volvió un listillo. De pronto, tenía en sus manos un poder desconocido; podía expresar su opinión y optar por recomendar o descalificar un establecimiento de forma pública. A priori, no parece mala idea que el sistema tenga una democrática forma de autorregulación, compartiendo información y evitando situaciones desagradables o conflictivas a otros consumidores.
Pero por otro lado, el cliente no cuenta con ninguna certificación que avale su integridad moral, así que se abre la veda para todo tipo de circunstancias adversas para el que tiene un negocio de hostelería. Incluso los restaurantes honestos, que evidentemente se ven recompensados aumentando su reputación digital, se pueden ver expuestos a la crítica de clientes mezquinos y/o poco coherentes.
He vivido situaciones desagradables, delirantes e incluso indignantes en algunos restaurantes, así que no puedo negar que existen negocios que merecen las críticas que reciben, pero en general se hace un uso muy sibilino de la crítica. Es el nuevo “no sabe usted con quien está hablando”, la forma en la que nos sentimos importantes porque podemos dejar patente nuestro desacuerdo y tomarnos, un poco, la justicia por nuestra mano. El derecho a opinar está por encima de muchas cosas, pero debe ir acompañado de un cierto grado ético que, por encima de tener la razón, implique responsabilidad respecto a lo que se dice y como se dice.
Lo cierto es que, como clientes, somos mucho más exigentes con la hostelería que cualquier otro tipo de servicios. Tenemos mucha menos paciencia y somos menos conciliadores que si tenemos percances parecidos en el taller mecánico, el dentista o en el banco, por poner algunos ejemplos cotidianos. También es cierto que no existen rankings sociales para evaluar su trabajo, mientras que la restauración tiene a Tripadvisor como espada de Damocles. Un sistema que no avala siquiera que el cliente haya comido allí, al no solicitar ningún documento acreditativo al respecto, a la vez da pie a que cualquier persona despechada (extrabajadores, competencia o cualquier neurótico) pueda cuestionar la reputación del restaurante.
Es a esa figura de cliente, de la que impone más su sombra que su presencia, a la que se está enfocando la hostelería con actitud totalmente sumisa. Siguiendo las consignas de sus mentores digitales, que trasladan la idea de un cliente muy poderoso y con criterio, en respuestas a las críticas más groseras y caprichosas en rankings, muchos restaurantes contestan excusándose y admitiendo todos los fallos reprochados por sistema.
Dudo mucho que algunas de las quejas que he leído, por el fondo y por la forma, procedan de alguien con una actitud aceptable. Seamos honestos, hay suficiente gente borde y estúpida por la vida como para que valoremos objetivamente que un porcentaje de las críticas vienen de gente que es así, que se quejan de todo siempre.
Antiguamente era muy habitual ver en muchos establecimientos el cartel de “reservado el derecho de admisión”. Un eslogan un tanto desconcertante que no se sabía muy bien qué quería decir, por arbitrario, pero que dejaba claro que la autoridad del local era del dueño. Ahora parece que las tornas se han dado la vuelta y que quien ejerce el poder es el cliente, que se queja y exige que se le complazca como derechos inalienables, mientras que el hostelero parece estar arrinconado en su propio negocio del que cada vez tiene menos control.
El hecho es que el cliente no siempre tiene la razón y en muchos casos, el cliente no merece la pena como cliente. Y esto es algo que deberían tener presente los hosteleros; a los clientes también se les puede despedir. Un mal cliente sólo da problemas, en muchos casos relacionados con un trato poco apropiado al personal del restaurante, que es uno de los activos más importantes a proteger del negocio. Hay que perder el pudor a contestar una crítica escrita con animadversión y mezquindad con un, “Querido cliente. Le echaremos de menos. Un abrazo.”
Creo que el sector tiene que reaccionar y cambiar de actitud, porque la situación se descontrola conforme el cliente impone cada vez más y más criterios a su elección, haciendo que la sumisión del hostelero aumente. Sirva como ejemplo la delirante exigencia respecto a atender culinariamente a todo tipo de opciones alimentarias (patológicas, somáticas o ideológicas), un frondoso jardín en el que me meteré otro día.
De momento, es hora de reflexionar si el cliente, además de escoger los platos que ofrece una carta, tiene derecho a exigir tanto a un restaurante, sabiendo que en muchos casos las demandas son volubles y totalmente caprichosas.