Hace tiempo, cuando la salsa era un elemento importante de cualquier plato, no había restaurante de poco, medio o mucho pelo que, si tenía espárragos en carta, no los anunciase como «espárragos dos salsas»; el comensal podía elegir una, pero le solían traer las dos, que se servían en sendas salseras.
La vinagreta es una salsa de muy pocas complicaciones. Se define como «salsa compuesta de aceite, cebolla y vinagre que se consume fría con los pescados y con la carne». Como ven, el diccionario sigue anclado en tiempos pretéritos; se corresponde casi exactamente con el aliño que indica para el salpicón… desde tiempo inmemorial.
Sucede que hoy las vinagretas se han complicado. Bueno: ellas, no. Las hemos complicado. La modificación más frecuente consiste en sustituir el vinagre, que está en horas bajas no sé por qué, por zumo de limón. En español no hay nombre específico para esta salsa, y se la sigue llamando vinagreta. Una vinagreta sin vinagre, perfecta para una ensalada sin sal. Luego me dirán que Ionesco y Jardiel, reyes del absurdo, no se han metido de lleno en la cocina.
Una cosa. Los neococineros, tendentes siempre a considerar que lo más caro es lo mejor, presentan unas vinagretas oscuras y dulces, hechas con algún sucedáneo de vinagre balsámico de Módena- el de verdad es demasiado caro para estropearlo en estas preparaciones-. Eso, en el país que produce un vinagre excepcional: el de Jerez. Pero para papanatas, nosotros.
Al hablar de la mayonesa, o mahonesa, es muy fácil tocar algunas sensibilidades que están a flor de piel. Aceptemos, por qué no, que se la sirviesen al duque de Richelieu (no lo confundan con el cardenal, que era su tío abuelo) cuando las tropas francesas por él mandadas tomaron Mahón, en 1756. Aceptar esto es una cosa; deducir de ahí que la salsa nació en esa fecha, otra.
Si nos atenemos al ‘jus solis’, la mayonesa es mahonesa. Si apelamos al ‘jus sanguinis’ (el vigente en España), sería francesa. En todo caso, es una salsa emulsionada de huevo y aceite, una salsa puramente mediterránea, que pudo nacer en cualquier sitio y en cualquier época. No es difícil imaginarlo.
Supongamos que partimos de la salsa mediterránea más poderosa: el alioli. Ajo y aceite. Problema: se corta con facilidad, y sabe muchísimo a ajo. Una solución era añadir una yema de huevo: ayuda a ligar y rebaja la potencia del ajo. Aun así, sabe a ajo.
Y a los paladares alejados del Mediterráneo, el ajo les molesta. Podría ser el caso del duque, nacido y criado entre París y Versalles. Así que lo mismo que Juan Mari Arzak eliminó el ajo de la merluza en salsa verde que sirvió a Isabel II de Inglaterra, el incógnito cocinero de Richelieu hizo lo propio en la salsa que presentó al militar francés. Sencillo, ¿verdad? Pero normalmente lo más sencillo es lo que nos negamos a aceptar: nos encanta buscar tres pies al gato.
Las salsas emulsionadas son viejas como la cocina mediterránea.
Antes del XVIII se hacían aliolis y similares. No es posible establecer partida de nacimiento a algo tan simple como la mayonesa; sí que podemos aceptar que la toma de Mahón le supuso la fama, para lo que fue preciso su traslado a Francia y a la cocina francesa, donde se hizo grande.
Puede ser interesante recordar aquí lo que escribió Ángel Muro de la mayonesa, con esta grafía, en su «Diccionario de Cocina», de 1892: «Salsa exquisita de la cocina francesa, la cual se prepara del mismo modo que nuestro alioli, con la sola diferencia de que se ha de echar primero en una cacerola o tartera una yema de huevo con sal y pimienta molida, algunas gotas de vinagre y luego se agregará poco a poco y gota por gota aceite rico valenciano con la mano izquierda y con la derecha se agitará todo con un tenedor o cuchara de madera». Me llama la atención lo del «aceite rico valenciano».
De todos modos, parece absurdo teorizar sobre una salsa que la inmensa mayoría de los consumidores compra en versiones industriales, con la riqueza de matices que ofrece su elaboración casera, jugando con uno u otro aceite, siempre, por supuesto, extravirgen de oliva.
Dos salsas… La cosa es que a la gente, en general, le parecía de lo más chic pedir de primero unos «espárragos dos salsas». Hoy, cuando las salsas clásicas, las «de toma pan y moja», las que Camba decía que honraban a una casa, se están convirtiendo en un tema de gastroarqueología, aquellas «dos salsas» nos parecen, pese al disparate de su presencia conjunta, algo de lo más entrañable.