Los aficionados a la pintura impresionista, y en concreto a la obra del francés Claude Monet, uno de sus grandes exponentes, no pueden dejar de visitar el lugar en el que se instaló a sus 42 años, junto a su familia. En Giverny, a poco más de 70 kilómetros de París, en la Baja Normandía, gracias a una institución privada, la Fondation Claude Monet, que vela por el lugar, florece cada año su memoria.
Hace ahora poco más de cuatro décadas, daban comienzo las obras de restauración de los jardines y la casa, que abrirían al público el 1 de junio de 1980. Desde entonces, todos los días de la semana, de abril a noviembre, son cientos de miles las personas que acuden a visitar el lugar. En 2019, el año récord, sobrepasaron las 700.000. “La mayoría de quienes nos visitan suelen volver, porque los jardines no son siempre los mismos: cambian según la estación”, explica a GENTLEMAN Hugues Gall, director de la fundación.
Tras la pintura, el mundo de la jardinería fue la gran pasión de Monet. Valiéndose de las flores, trazó una sucesión de colores que, además de inspirarle, porque los pintaría una y mil veces, contribuyeron a la evolución de su estilo y obra. Este artista inventó jardines que evocaban su pintura, siempre en movimiento, repleta de luz y colores, y trabajaba según la posición del sol. Hoy, una quincena de jardineros se encarga de que el lugar nos remita a los tiempos del maestro. “Al atravesar la pequeña puerta de entrada, que da a la única gran calle de Giverny, nos da la impresión de entrar en un paraíso. Es el reino coloreado y perfumado de flores”, escribía Gustave Geffroy en la biografía que le dedicara al artista en 1924.
El número de flores y plantas se cuentan por cientos de miles. Tras el Clos Normand, el primero de los jardines, el segundo de ellos rodea el estanque, repleto de nenúfares, planta adorada por el artista, con el mítico puente japonés. Fue, de hecho, Claude Monet quien construyó el estanque, que con el tiempo se amplió. Allí cultivaría los mencionados nenúfares, viendo pacientemente cómo iban creciendo y por tanto cambiando el aspecto del entorno. Era tal su fascinación por el lago que sería “prácticamente el tema esencial de su trabajo los últimos 20 años de su vida”, como nos recuerda Gall.
También en la casa, que primero alquiló y más tarde compró, incluyó colores en su interior. Como por ejemplo, el amarillo para el comedor. Del salón-atelier hizo un espacio de encuentro, que sería visitado por sus colegas y amigos (Pisarro, Renoir, Rodin…), y prácticamente siempre mantendría abiertas las ventanas de su dormitorio, en la primera planta, que mira al jardín Clos Normand, dando la impresión de acoger un gran cuadro natural. Y allí, en aquella cama, este gran referente del impresionismo cerraba los ojos para siempre un 5 de diciembre de 1926, a los 86 años.