Un caso único: poco más de doscientas hectáreas en las que hoy hay prácticamente de todo: un palacio principesco, hoteles de lujo, rascacielos de residencias privadas, un casino, una ópera, varios museos, playas, jardines, un estadio de fútbol con capacidad para más de 18.000 personas, termas marinas… y un helipuerto –para el aeropuerto, hay que ir a Niza–. Bien comunicado por tierra, mar y aire, en el minipaís –el segundo más pequeño del mundo, tras el Vaticano– residen 38.300 personas de más de un centenar de nacionalidades, aunque mayoritariamente franceses e italianos y tiene un PIB per cápita de 67.786 euros (datos de 2017).
En este paraíso fiscal el metro cuadrado puede llegar con facilidad a los 60.000 euros, lo que hace que sea posiblemente el lugar más caro del planeta. De hecho, es aquí donde está a la venta el apartamento que jamás alcanzara una cifra tan alta: 300 millones de euros. Su Alteza Serenísima Alberto II dirige desde hace casi tres lustros el Principado con mano de presidente de gran empresa. Es su mejor embajador, implicado en actividades dentro y fuera del país, que proyectan su excelente imagen en los ámbitos del ocio, el deporte, los negocios y el lujo.
Lógicamente, como en todo, hubo un principio, y no siempre fue tal y como lo vemos hoy. Mónaco –Mùnagu, en monegasco, lengua que por cierto se estudia en sus escuelas hoy–, fue una tierra bastante inestable desde sus orígenes, en la que se asentaran por las armas los italianos Grimaldi en 1297 y por la que pasaran –y ocuparan– a lo largo de su historia no solo franceses, sino también españoles –en el siglo XVI estaría bajo protectorado español, hasta su expulsión en 1641–, genoveses, catalanes…, y que llegó a tener límites más amplios: las localidades de Menton y Roquebrune formaban parte del ‘Rocher’ (Peñón) hasta 1848, con lo que su ya de por sí pequeño territorio se vería reducido sustancialmente a partir de mediados del XIX.
En 1863, el entonces príncipe, Carlos III, convence al empresario François Blanc, el de algún modo Bernard Arnault de la época, a la hora de sentar las bases del auge y futuro brillo de Mónaco. Blanc tendrá la mitad de las acciones de la creada Société des Bains de Mer et du Cercle des Étrangers, así como 50 años de monopolio para los juegos de azar. Mientras en Francia e Italia este tipo de actividad de ocio estaba prohibida, en el Principado, no. Lo primero será poner en pie en el nuevo barrio de Montecarlo un casino y la ópera (ambos en 1879), obras que confían a Charles Garnier, padre de la Ópera de París; y para acoger a los visitantes, lujosos hoteles. Si para entonces se había construido el Hotel de Paris, décadas después, bajo el reinado de Alberto I, se levanta el Hermitage (1898).
Ya para ese año, el de la pérdida de las colonias españolas, se habría celebrado el primer acontecimiento deportivo, un torneo de tenis, que desde entonces se convertiría en un clásico, en una ciudad-país cuyas calles serán de las primeras en el Viejo Continente en las que habrá iluminación eléctrica y donde, como diría el actor y escritor Sacha Guitry, es un “sorprendente punto del globo donde no encontraremos cien metros de tierra cosechados”. Los aristócratas europeos adoran esta estación balnearia.
En 1911, cuando Mónaco se convierte en monarquía constitucional, se crea el Monte-Carlo Golf Club y el Rally Automobile Monte-Carlo, que empieza a subrayar el interés por los cuatro ruedas y que será testigo del nacimiento después, justo tras la Primera Guerra Mundial, hace ahora 90 años, del Grand Prix, uno de los acontecimientos estrella en el universo deportivo a escala internacional.
Si bien se han dado varias crisis franco-monegascas a lo largo de la historia, acuerdos entre ambos países como el tratado de 1918, año del final de la Primera Guerra Mundial, época en la que algunos de sus hoteles, como el Alexandra, se transforman en hospitales, para curar a los heridos; han sido beneficiosos. Antes, en 1865, ya se había dado otro importante, que se bautizará un siglo después como unión aduanera (1963), asegurando a los dos países el intercambio de información en el terreno bancario y fiscal.
El mundo vive ajeno a este asunto: en el Monte Carlo Beach, hotel que curiosamente está en territorio galo, aunque funciona como si estuviera en tierras monegascas, la cronista de sociedad norteamericana Elsa Maxwell alababa o destruía con su afilada pluma en los 20 a los famosos que lo frecuentan. Allí, ante la piscina olímpica del citado hotel hasta se verá años después a grandes estadistas, como Churchill.
La guerra golpeará también esta estación balnearia en lo relativo a su frecuentación. Y es que “en la Europa que se reconstruye el turismo no es una prioridad”, como recuerda Frédéric Laurent, en su libro ‘Monaco’. ‘Le Rocher des Grimaldi’ (2009). Desde principios de los 30, el casino no aportaba la mayoría de masa económica al Principado. A eso se le añade además que en la Costa Azul ya no es el único, por aquello de que el juego se permite ya en lugares como Niza.
Siempre existió el temor de que Italia pretendiera anexionarse la Roca. De ahí sus tratados con Francia, en cuanto a protección, entre otros. En 1942, en plena Segunda Guerra mundial, a este territorio neutral llegan tropas italianas de Mussolini y se asientan por unos meses. Luego, lo harán los alemanes. Mónaco será liberada en 1944 por los americanos.
Por mar arribará otro ‘temor’ en los 50: el multimillonario Aristóteles Onassis, que amarra su lujoso barco ‘Christina’ en el puerto y entra en escena al comprar las acciones de la empresa monegasca por excelencia, la Société des Bains de Mer (SBM). Se hace con el control y pretende dictar su ley: traer solo a la ‘jet set’. Está claro que no puede haber dos príncipes, el oficial, y el millonario, en cuanto a su poder en el Principado, con lo que Rainiero III conseguirá que el general De Gaulle le dé la autorización para nacionalizar la SBM y hacerse con el control. Vuelve a haber un único príncipe, el oficial.
No cabe duda de que su matrimonio con la actriz Grace Kelly, en 1956, atraerá además a partir de ese momento a rostros célebres del mundo del cine norteamericano a Mónaco. Fue, como apunta Laurent en su libro, “la primera gran manifestación ‘people’ de la Historia”. Y no solo eso, será el periodo, a partir de finales de esa década, cuando Rainiero III, el príncipe constructor –o para algunos el príncipe del cemento–, agrande el minúsculo Estado: cuatro hectáreas más en un primer momento, ganadas al mar, creación de la primera playa artificial de Europa, firma de permisos para la construcción de rascacielos, nuevas infraestructuras, servicios… Su objetivo es atraer también a una clase media naciente. Un plan premeditado a largo plazo, en el que contribuyen una sucesión de eventos, unido a su agradable clima y por supuesto la oferta que va creciendo, de ocio, deporte y lujo. Porque sobra decir que los grandes nombres de la moda, los accesorios y los automóviles, entre otros, no pierden la ocasión de abrir tiendas en el enclave.
El mar por un lado y la montaña por el otro, en una zona además proclive a movimientos sísmicos, la impiden crecer, por lo que en las últimas décadas fueron ganando hectáreas al primero. De hecho, ahora proyectan seis hectáreas más sobre el mar, que será toda una realidad en 2024, y que les costará la friolera de dos billones de euros.
Una familia que reina desde hace más de siete siglos, algo inédito en Europa y en el mundo, donde Carlos III puso los pilares, Rainiero III el cemento y las nuevas infraestructuras y Alberto II continúa ampliando y perdurando la historia de un lugar que lo tiene todo, menos delincuencia y criminalidad. Un paraíso (y no solo fiscal).