Muy a su pesar , en el ámbito ‘foodie’ existen unas cuantas percepciones erróneas respecto a Quique Dacosta. Los equívocos alcanzan tanto a su persona como a su cocina. Porque así como la imagen altiva y distante que algunos tienen de él –quizás cimentada en su estampa siempre impecable y un cierto aire de artista erudito– nada tiene que ver con el talante cálido, vivaz y distendido que derrocha el cocinero cuando ejerce de anfitrión en Denia, la creencia, bastante generalizada, de que su cocina es un prodigioso ejercicio técnico sustentado en conceptos complejos –cuando no incomprensibles–, también es rematadamente falsa.
Es cierto que, en su obsesión por mantenerse en una constante evolución y explorar nuevos territorios, en temporadas pasadas su cocina pecó en ocasiones de ciertos excesos, de un virtuosismo técnico y un maniqueísmo estético desmesurados, que de alguna manera desvirtuaban la esencia del plato, desorientando al comensal. Pero también es verdad que Quique Dacosta siempre ha tenido el buen tino de resolver con destreza sus propios desatinos, reaccionando a tiempo para desembrollar el embrollo, abandonando los senderos que no conducen a ningún lugar y embarcándose en nuevos rumbos con renovado entusiasmo, sin flagelarse por los traspiés cometidos.
El chef lo tiene claro: “Cuando un discurso se agota, no es necesario pedir permiso para reformularlo. Nosotros lo hicimos en el año 2010, abandonando la vía en la que estábamos porque creíamos que habíamos llegado a un punto donde no era posible seguir avanzando. Y mucha gente tardó en entender esta decisión. ¡Aún vienen clientes al restaurante pensando que se va a encontrar con trampantojos y paisajes comestibles, como los que hacíamos hace años!”.
Aunque el comensal afecto a esferificaciones y demás malabarismos técnicos que caracterizaron a la vanguardia española de antaño eche en falta estos recursos en el último menú de Quique Dacosta, es muy difícil que se sienta decepcionado. Porque la andadura que inició el cocinero en 2011, apuntando “a la evolución como argumento y al territorio como cómplice”, ha llegado hoy a un lugar apasionante.
“Cuando un discurso se agota, no es necesario pedir permiso para reformularlo»
El nuevo menú, que lleva como elocuente título ‘La evolución y el origen’, reafirma los principios del de la temporada 2017 (“DNA: la búsqueda”), enarbolando el producto local, su temporalidad y la interpretación de la tradición desde una perspectiva contemporánea como argumentos esenciales, pero resulta definitivamente más conciso, contundente y conmovedor. Por lo visto, solo era cuestión de tiempo que Dacosta vertebrara con la mayor lucidez su relato en torno al territorio que le ha adoptado, hace ya treinta años. «Aunque me esfuerce, no soy tan bueno como para cambiar de estilo en cada temporada y acertar en todos los platos. Cuando llevas cinco años, o más, trabajando en la misma línea, los resultados son mejores y acabas conectado con los comensales de una manera más directa y emotiva, que al fin y al cabo es lo que pretende cualquier cocinero».
En el discurso de Quique Dacosta, la tradición no es lo que era. Es un punto de partida, una brújula que orienta el proceso creativo. Que nadie espere, por tanto, sentarse en el comedor del faro gastronómico más luminoso de la costa alicantina para disfrutar de una paella como las de toda la vida. Aquí no vale folclorismo alguno. Aunque vuelva la mirada al origen, la actitud del chef de Dénia sigue estando signada por la voluntad de evolucionar. Por “la intención de crear un bocado seductor y nuevo en algún parámetro”, tal como apunta el texto introductorio al menú de esta temporada.
El elemento que distingue a ‘La evolución y el origen’ no es otro que la sal, un producto sencillo y universal, pero no por eso menos relevante. “La humanidad ha conseguido sobrevivir gracias a la sal”, recuerda el chef. Hay, desde luego, innumerables maneras de abordar el papel en la cocina de este condimento ancestral, aunque probablemente nadie lo haya hecho con la visión de Dacosta. Con la idea de “evolucionar hacia el origen”, el cocinero se embarcó en un concienzudo estudio de las técnicas más antiguas de conservación de los alimentos en el ámbito del Mediterráneo, realizando lo que él mismo denomina “antropología de los salazones”. La intención no era reproducir sin más los procesos tradicionales para conservar huevas y cortes de distintos pescados, sino “estudiarlos para modificarlos y demostrar que la sal no solo conserva los alimentos, sino que los mejora”, explica.
Hay, desde luego, innumerables maneras de abordar el papel en la cocina de este condimento ancestral, aunque probablemente nadie lo haya hecho con la visión de Dacosta. Con la idea de “evolucionar hacia el origen”, el cocinero se embarcó en un concienzudo estudio de las técnicas más antiguas de conservación de los alimentos en el ámbito del Mediterráneo, realizando lo que él mismo denomina “antropología de los salazones”. La intención no era reproducir sin más los procesos tradicionales para conservar huevas y cortes de distintos pescados, sino “estudiarlos para modificarlos y demostrar que la sal no solo conserva los alimentos, sino que los mejora”, explica.
Con tal fin, habilitó en la azotea de su restaurante un túnel de sal, donde los distintos cortes de pescado –ventresca de atún, huevas de mújol, maruca y bacalao, sepia, pulpo– maduran en atmósfera salina, por simple absorción, “sin contacto directo con la sal”. El gran hallazgo del cocinero y su equipo es abreviar los tiempos de curación para que las piezas mantengan la frescura de su sabor original. “Jugamos con la sal, el aire, la humedad y el tiempo, para ‘humanizar’ los salazones; porque si se se prolonga la conservación al modo tradicional, la sal acaba momificando al pescado”.
IMPACTO SALADO
Desde luego, la mesa de salazones es el capítulo más impactante –y emocionante– del actual menú de degustación de Quique Dacosta. Hay al menos ocho piezas distintas, cada cual más reveladora de las posibilidades que ofrece esta técnica milenaria en manos de un chef curioso e innovador. Una inmensa ventresca de atún rojo con más de 15 kg de peso, de textura grasa y etérea como si de un sashimi de toro se tratase; sagancho (sangre) del mismo pez, curado a las hierbas; una insólita “cecina” del túnido; hueva de mújol apenas “acaricada” por la sal; un bloque de hueva de maruja con la textura cremosa de una torta del Casar; sepia adobada como panceta ibérica, sobrasada de huevas de bacalao, pulpo seco a las llamas…
Después de estos bocados tan rotundos y memorables, Quique Dacosta ha tenido que vérselas para proseguir con el menú sin que el interés decaiga. Y vaya si lo consigue, porque tras los revolucionarios salazones llegan a la mesa otros platos con raíz igualmente brillante: la sempiterna gamba roja presentada en papel de celofán, un improbable queso servilleta, un untuoso y suculento arroz de morena a la bordelesa, pato azulón autóctono de la Albufera de Valencia… En síntesis, todo un ejercicio de esencias radicales –en el buen sentido del término– por un cocinero inspirado y reflexivo, que culmina el texto de presentación de su menú afirmando “Soy lo heredado, soy los platos que cocino”.
BREBAJES MÁGICOS
Como siempre, en esta casa el capítulo líquido está a la altura del componente sólido. José Antonio Navarrete confirma su buen entendimiento con el equipo de cocina, transitando el menú con brebajes mágicos que potencian sensaciones y emociones: las venerables burbujas de un Turó d’en Mota 2001 (Recaredo), el impresionante Sercial 1978 de Madeira (Barbeito), unos cuantos jereces mayúsculos –“La Riva” Macharnudo 2016, La Bota Color Nº 33. de Equipo Navazos, una viejísima botella de amontillado Viña AB de González Byass–, un virtuoso rosado riojano de ¡1991! (Viña Tondonia, claro), algún blanco del Mosela igualmente añejo, un Jura de Ganevat… En fin, una secuencia de vinos a conservar para siempre en la memoria. Junto a los salazones de Quique Dacosta, por supuesto.