Un regreso feliz: el vermut

Un regreso feliz: el vermut

Un regreso feliz: el vermut

Vermut. Allá por los años sesenta del pasado siglo se decía «vamos a tomar el vermut» en vez de «vamos a tomar el aperitivo». Y se bebía bastante vermut, sobre todo al estilo italiano clásico, un vermut dulce, rojo, embotellado bajo las clásicas marcas turinesas Martini & Rossi y Cinzano. Mucha gente lo pedía con un poco de ginebra, aunque el vermut italiano, por sí mismo y porque lo obliga la ley, tiene sus buenos 16 grados.

¿Ginebra? Y seltz. Pero seltz procedente de un sifón. No se trataba solo de añadir burbujas al vermut, sino, además, de pegarle un buen meneo con la fuerza del chorro de agua de seltz que impactaba sobre él. Esto del agua de seltz era para minorías: la gente pedía que le pusieran sifón, dando al contenido el nombre del recipiente, algo muy usual en el terreno gastronómico.

El vermut, del alemán Wermut, o ajenjo, o absenta, nace tal cual es hoy en Turín, en 1768, elaborado por Giuseppe Antonio Benedetto Carpano con una fórmula que todavía hoy se mantiene en secreto. Básicamente se parte de vino blanco, no precisamente maravilloso (el vinagre balsámico de Módena también se elabora a partir de vinos muy vulgarcitos), al que se añade mistela y una treintena de hierbas, que se hacen macerar unas cuantas semanas en el vino base. Se pasteuriza, se embotella y al mercado.

A finales del siglo XIX ya era conocido en España. Ángel Muro, en su monumental Diccionario de Cocina, lo incluye, definiéndolo como un «licor compuesto con extracto de ajenjos y vino blanco». A continuación advierte: «el mejor vermut es el de Turín«, y o deja de señalar que es una bebida que «excita el apetito, entona el estómago, es vermífuga y algo laxante». Ya lo saben.

Dejando aparte alguna especialidad seca, base del considerado rey de los cócteles, el dry martini, nacido en Nueva York con cuerpo inglés (gin) y alma turinesa, los vermuts italianos son comúnmente dulces, con excepciones como el Punt e més y algún otro. He dicho «alma turinesa» un tanto alegremente, porque el vermut reglamentario para el dry martini es el Noilly Prat, comercializado en 1855 por Louis Noilly y Claudius Prat, cuñados, en la Provenza. Al estilo de los vermuts franceses, es mucho más seco que los convencionales italianos.

Pero lo que se ve ahora en las barras madrileñas no son las clásicas botellas de vermut, sino los grifos. Vermut de grifo. Y con variedades para dar y tomar; ayer mismo, en la correspondiente barra del centro madrileño Platea había ocho o nueve variedades, no las conté, pero por ahí sería. Vermut de Jerez, de Madrid y, claro, de Reus, que en esto del vermut tiene mucho que decir.

Nos ofrecieron un clásico: Yzaguirre, que data de finales del siglo XIX. Olvidando, que es mucho olvidar, la falta del preceptivo sifonazo, lo bebimos tal cual. ¡Qué explosión de aromas y sabores! Para mí dominaba la canela, lo que no me importó nada, porque me encanta. La verdad es que entraba con toda facilidad.

Su acompañamiento perfecto han sido siempre unas buenas aceitunas rellenas de anchoa, producto que, como el sifón, hay que reivindicar; me refiero a las aceitunas rellenas realmente de anchoa, no de una gelatina salada y aromatizada. Mis acompañantes optaron por varios tipos de banderillas de las que yo llamo vinagrillos (pepinillos y cebollitas en vinagre, aceitunas, piparras y demás); he de reconocer que con el vermut, al contrario que con el vino, combinan bastante bien.

Me gusta la vuelta del vermut. Llegó para poner freno a los nefastos efectos del abuso del hada verde o absenta, tan clásica en la vida bohemia de la Francia del XIX, cuando el licor se iba uniendo al agua fría pasando, gota a gota, a través de un azucarillo. Los franceses, al menos los provenzales, se pasaron a los aperitivos anisados: el pastis sigue siendo un ritual en Marsella, cuyo Vieux Port es inimaginable sin pastis, bullabesa o petanca; saben vivir, los marselleses. Es algo muy mediterráneo, emparentado con el ouzo que te sacuden en cuanto te descuidas en Grecia.

Es curioso. En cuanto uno dice que se va a tomar un vermut siempre hay un aguafiestas que le advierte de que es algo malísimo. Será; no voy a discutirlo. A mí, qué quieren ustedes, me parece algo buenísimo. Anda que, cuando era un chaval, no tenía yo ganas de que llegase un domingo que, a la hora del vermut, me dejaran (mis padres, no la legislación, que no se metía en estas cosas) tomar a mí también un vermut, que era, con el DNI que daba acceso a películas «para mayores», el pasaporte que te hacía salir de la adolescencia para entrar en la juventud. Un vermut rojo; ¡claro que sí! Ah: con sifón.

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