Truman Capote: un genio atrapado en su propia jaula

Retrato de Truman Capote realizado por el fotógrafo Irving Penn.

Retrato de Truman Capote realizado por el fotógrafo Irving Penn.

Remontarse a las experiencias de la infancia para tratar de esclarecer la psicología de un hombre puede ser tan arriesgado como pertinente y a menudo revelador. En el caso de Truman Streckfus Persons, que tomó el sonoro apellido Capote de un funesto padrastro cubano de origen canario –condenado a prisión por desfalco en 1953, motivo por el cual su madre se suicidaría al año siguiente– para completar su non de plume, esa mirada atrás difícilmente podría ser más elocuente.

Hijo único de Archulus Persons, un viajante de comercio encantador, aunque poco de fiar, que, tras fracasar una y otra vez en negocios ruinosos, acabaría acostumbrándose a vivir de sablazos, estafas de poca monta y el contrabando de licores, cuando no estaba en la cárcel, y de la huérfana Lillie Mae Faulk, antigua Miss Alabama, una mujer con sueños de grandeza que, una vez casada con Arch, pronto tornarían en pesadillas; la familia apenas estuvo unida siete años. En realidad, unida no es una palabra adecuada para definir su convivencia, pues durante aquellos años padre y madre ocupaban habitaciones de hotel separadas sin dedicarle apenas tiempo a Truman, que siempre recordaría su primera infancia como “un permanente estado de tensión y de miedo”. La cosa no mejoraría tras el divorcio. Más bien lo contrario: Arch se desentendió por completo de su suerte, mientras que Lillie Mae quedaba atrapada en una espiral de alcohol y sexo ante los mismos ojos de su hijo. Cuando se veían, muy de cuando en cuando. “No fue mala conmigo –juzgaría entre la empatía y el sarcasmo años más tarde–, simplemente tenía otros intereses”.

“Siempre sentí que nadie me comprendería nunca. Supongo que eso es lo que me hizo empezar a escribir. Sobre el papel, al menos, podía explicar lo que pasaba por mi cabeza”. Y aventar su abrumadora soledad y no pocas inseguridades. Pura autoterapia. Tenía ocho años. Con 11 escribía ya, en sus propias palabras, “ficción seria” y entre los 14 y los 17 completaría su primer libro de relatos, que quedaría inédito por voluntad propia. Su ópera prima en la novela, Crucero de verano, de 1953, también tendría que esperar a ser publicada póstumamente, pero a mitad de los años 50 Truman Capote era un auténtico escritor profesional consciente, además, de serlo. “Cuando empecé a escribir –confiesa en el iluminador prólogo de Música para camaleones–, ignoraba que me había encadenado de por vida a un amo tan noble como despiadado”. Un señor al que no dudaría en sacrificar todo lo que llegó a tener: talento, amistades, reputación, salud y hasta la vida misma.

Pero, de repente, su nombre estaba en todas partes: firmando en las páginas de The New Yorker, Esquire, Harper’s Bazaar o The Atlantic; en los escaparates de las librerías –Otras voces, otros ámbitos, Desayuno en Tiffany’s–; las carteleras de los teatros de Broadway –El arpa de hierba, La casa de las flores– y los títulos de crédito de grandes producciones de Hollywood –La burla del diablo, ¡Suspense!–. Ningún otro escritor había demostrado tanto ingenio, sorna y capacidad de provocación desde Oscar Wilde; y, además, era capaz de pasar de un formato y un género a otros, combinando la narración horizontal del periodismo con el desarrollo vertical de la ficción como nadie había hecho antes.

Fotografía:Irving Penn
Capote nació hace un siglo, el 10 de septiembre de 1924 en Nueva Orleans, y murió el 25 de agosto de 1984 en Los Ángeles. Publicó A sangre fría, la obra que le granjeó fama mundial, en 1966.

Descenso desde la cima

Ya era famoso. Solo le faltaba ser rico para cumplir la promesa que se había hecho a sí mismo pensando en las estrecheces de sus padres. Y los más de 100 millones de copias de A sangre fría, crónica de un crimen real y radiografía de la sociedad americana de mediados del siglo pasado, vendidos desde su publicación en 1966, junto a los 400.000 dólares recibidos por los derechos de su primera adaptación cinematográfica, resolverían esa cuestión. Y aunque no le valió el tan ansiado Pulitzer, a la larga la recompensa ha sido mucho mayor: la eternidad.

Seductor y odioso a partes iguales, tan cotilla como bocazas, desesperadamente necesitado de una atención y un reconocimiento constantes que aplacaran su insaciable ego, Capote llegó a ser la socialité indispensable que de joven se soñó. Pero, ebrio de vanidad y éxito y fagocitado por su propio personaje, acabaría bajando a los infiernos tras cruzar un umbral dantesco, el de la vileza, la traición y el deshonor. Y todo para tratar de escribir, ya en franca decadencia, una novela que, pese a los plazos dilatados y los generosos anticipos, nunca concluyó, Plegarias atendidas.

Unas líneas de Desayuno en Tiffany’s sirven para cerrar este retrato: “Te llamas a ti misma un espíritu libre, una criatura salvaje, y te aterra que alguien te meta en una jaula. Tú misma la has construido (…), está en cualquier lugar al que vayas, porque da igual allá a donde huyas, siempre acabarás topándote contigo misma”.

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