Estas líneas son el resultado inevitable de una seducción que me viene durando décadas y cuyo objeto es una isla mínima escondida en un rincón del puerto más bello y más seguro del Mediterráneo, la gran rada de Mahón, un canal que parte Menorca en dos hasta detenerse cinco kilómetros tierra adentro, sorprendido por una colina que le cierra el paso.
La isla mínima, una menudencia de apenas cuatro hectáreas, lleva el nombre de Isla del Rey porque como siempre, en tiempos de Maricastaña algún monarca (Alfonso III en 1287 en realidad) había puesto un pie allí para conquistar el resto del lugar. Se me antoja el ejemplo perfecto de la simbiosis de decenas de culturas, todas amalgamadas en este apacible lugar. Hace tantos años que regreso a él una vez y otra, que, como cualquiera que se deje llevar por el aroma de este rincón del mar, bien puedo llamar parte principal de mis raíces a esta poderosa aleación de civilizaciones y de mis reflexiones.
Menorca tiene mudamente grabada su historia en cada piedra, en cada puertecillo, en cada construcción noble, en cada palacio y callejuela. Todo le cabe dentro, hasta alguna invención que otra: en la colina frente a la ciudad, en la orilla norte al otro lado del canal, se alza la Quinta de Oro, el elegante palacete en el que se dice vivió el almirante Horacio Nelson durante su larga estancia en la Menorca británica; allí cristalizó la apasionada historia de amor entre él y Lady Emma Hamilton. Solo que, en realidad, Nelson estuvo en la isla exactamente seis días de diciembre de 1799 y traía la historia de amor prendada desde Nápoles y compartida con el marido de Emma, un ménage à trois que duró mientras vivieron. Para compensar el embuste histórico, en cambio, la salsa mahonesa, amarilla y espesa, sí se inventó allí y la copiaron los franceses, que dieron en llamarla mahonnaise.
La entrada a la rada está flanqueada por construcciones militares, señal de que Mahón era pieza apetecida para cualquier flota que aspirara a controlar el Mediterráneo. Solo un rey de lógica pacifista aplastante, como Carlos III, pudo imaginar que, en vista de que el inglés quería Menorca a cualquier precio por su prestancia militar, la dejarían de lado los posibles conquistadores al comprobar que ya no quedaba en pie fortificación alguna: el Rey mandó derruir el Castillo de San Felipe en la parte sur de la bocana para que ya no tentara a nadie. Poco tiempo después, los británicos tomaron el lugar (y la isla) sin oposición ni escaramuza. Enfrente, en el lado norte de la embocadura, se alza la formidable fortaleza de La Mola, una posterior construcción inexpugnable en forma de hornabeque, que fueron levantando sucesivamente franceses, ingleses y españoles hasta su puesta en marcha como defensa a mediados del XIX.
A sus pies, dos islotes completan la estructura militar del puerto de Mahón: la isla del Rey y la del Lazareto, cinturón éste sanitario merced al que se imponían, en tiempos de las pestes, cuarentenas a los barcos sospechosos de llevar contagio a bordo.
En la Isla del Rey, en cambio, se construyó un hospital de mil doscientas camas para cuidado de la soldadesca británica, fundamentalmente durante el siglo XVIII, el siglo de dominación inglesa. Un edificio muy serio, muy sencillo, muy bello, de piedra blanca y planta rectangular debido al diseño de Christopher Wren, el famoso arquitecto londinense, autor, entre otras muchas obras, de la catedral de San Pablo, el Observatorio de Greenwich y las 52 iglesias que se reconstruyeron en el Londres posterior al gran incendio que lo destruyó en 1666.
Simbiosis, pues: un hospital y una galería de arte apenas contenidos en un pequeño redondel en forma de coma, con un embarcadero y, aquí y allá, silenciosos lugares de descanso y meditación al borde del agua y en diminutos jardines de plantas autóctonas. Así es la Isla del Rey, toda ella un proyecto sensible y delicado en el que nada desentona porque se ha primado la sencillez de los discretos edificios que la ocupan entre plantas y flores. No hay nada que desafine en el conjunto, todo está perfectamente integrado en la natura, en su entorno sostenible (una palabreja que me desasosiega y que hoy se utiliza para todo).
Para dar forma al proyecto, era preciso partir de dos ruinas que lo ocupaban todo en la isla: el antiguo hospital de planta en U y dos alturas y, enfrente de él, un segundo edificio alargado, prácticamente caído al suelo.
El hospital había funcionado hasta bien entrado el siglo XX, con sus monjas de amplias tocas, médicos militares y la habitual colección de guripas enfermos, pero, eso sí, fumando picadura en los mismos lechos del dolor. Lo dejaron languidecer durante 40 años sin arreglarle siquiera una grieta. Una instalación, verdadera joya del diseño arquitectónico barroco, que se fue disolviendo como un azucarillo hasta que, en 2004, una fundación de nuevo cuño (del Hospital Isla del Rey) integrada por generosos y apasionados menorquines y presidida por el general Luis Alejandre, se puso a recuperar el edificio. Y lo han hecho, vaya si lo han hecho: las salas, unas con hileras de camas (bien pegaditas unas a otras en una disposición que pondría los pelos de punta a una autoridad sanitaria del siglo XXI), y otras, salas de curas, quirófanos, gabinetes de odontología, rayos X y una extraordinaria farmacia -botica, la llaman aún- con sus anaqueles y sus recipientes de porcelana decorada, sus libros y diarios de reseñas y fórmulas magistrales; todo ha sido recuperado o reemplazado. La capilla, testeros con bastones y muletas y una curiosa colección de instrumental de todo uso. Piensa uno en los sacamuelas de siempre y es para echarse a temblar.
Hauser & Wirth
En este idílico paisaje aparecieron un buen día dos galeristas suizos, Iwan y Manuela Wirth, cuya primera accionista fue Ursula Hauser, madre de Manuela, y ahora Marc Payot. Traían el propósito de establecer y dar secuencia a un revolucionario concepto de la exhibición y comercio del arte, que ya los había convertido en líderes en ese mundo enrarecido: una nueva filosofía no reñida con exponer obras de arte y venderlas sino, sobre todo, empeñada en crear pasión en quienes contemplan y a veces poseen, empujando a los artistas a buscar nuevas maneras de expresión, nuevas amalgamas, nuevas visiones cromáticas, nuevas formas de esculpir, nuevos modos de utilizar y apropiarse del espacio. Distintos modos de aprendizaje. Y, al mismo tiempo, hacer con ellos una familia.
Esto requería un espacio diferente, ligero y luminoso en el que dar rienda suelta a la fantasía creadora. Iwan y Manuela llevaban años -no muchos puesto que son muy jóvenes- refinando el concepto y buscando el lugar idóneo con el que complementar lo que ya funcionaba bien en sus otros espacios en Zurich, Londres, Nueva York, Hong Kong, Mónaco… incluso en el Chillida-Leku, que han reabierto en Guipúzcoa, y en su multitud de publicaciones. En otras palabras, siendo mecenas del arte nuevo integrado fuera de los museos más formales, concentrándose en los artistas más ignorados: las mujeres, los afroamericanos y los legados, obra de artistas fallecidos. Iwan Wirth explica que en el mundo hay mucho dinero y poca obra de arte que valga la pena. Ese es el secreto probable de su inmenso éxito.
La Isla del Rey fue la respuesta. Llevaba tiempo enamorándolos y decidieron ampliar hasta allí su aventura.
El arquitecto argentino Luis Laplace se encargó de levantar ocho galerías llenas de luz y de invención. En un patio rectangular desprovisto de decoración, dejó un gran cuadrado abierto para que el espacio quedara invadido por la estampa de una higuera que se levanta detrás. A la derecha, una gigantesca araña de cuerpo negro y espigado (¿se dirá espigado? Probablemente no: Mar Rescalvo, directora de H&W Menorca la define como de “firmes patas plagadas de nudos”), obra de Louise Bourgeois. Y, en invierno, el trabajo de los artistas que pasan un tiempo en talleres de la isla; en verano, las tutorías de dibujo y pintura para los que quieren aprender y expresar.
El verdadero reposo, la meditación, el paseo lento o la simple lectura pueden hacerse en todos los espacios de la isla, entre higueras, al borde del mar o a la sombra de las esculturas de Chillida (“Elogio del vacío”), de Miró (“Le père Ubu”) o de Martin Creed (un fluorescente de grandes letras, “WATER”, que se ve desde el agua, claro). Ese entorno tan amable fue sembrado de plantas y flores autóctonas y medicinales por el paisajista Piet Oudolf, asistido por Álvaro de la Rosa.
A la isla del Rey se va a pasear, pero también a comer bien en la Cantina, un restaurante umbroso y tranquilo que aprovecha una casa de dos plantas al costado del viejo hospital para poner sus cocinas.
La Isla del Rey bien vale la visita. Y para quien carezca de yate, de velero, de llaüt, cosa que ocurre con frecuencia, es fácil acceder a ella tomando un pequeño ferry amarillo que hace de puente desde el muelle mahonés de los de grandes cruceros hasta el embarcadero de la isla.