Arte y tradición se unen en Atrio, el gran proyecto gastronómico de Toño Pérez y José Polo
Un comensal, adulto, está disfrutando del menú degustación en el confortable comedor de Atrio. De repente, se levanta de la mesa y se ausenta. Podría haber salido a la calle para fumar un cigarrillo o atender una llamada urgente con el teléfono móvil.
Pero tarda tanto en regresar que tanto sus acompañantes como el personal del servicio de sala comienzan a inquietarse. Por fin lo encuentran llorando en la calle. Uno de los platos del menú le emocionó tanto que no pudo reprimir las lágrimas. Se echó a la calle para no llorar en medio de la sala. “La empanadilla de taro, manteca y comino le llegó al corazón porque le devolvió los sabores de su infancia: es nuestra interpretación de una receta tradicional extremeña y remite a la memoria y a nuestro territorio. El comensal era extremeño, por supuesto, y se vio superado por la emoción al recuperar sensaciones que no había experimentado desde que era niño”, concluye José Polo, uno de los mentores de Atrio.
La anécdota de esta monumental ‘magdalena de Proust’ viene a cuento para demostrar que Atrio es mucho más que un restaurante. Y no solo porque la aventura que emprendió Polo junto al cocinero Toño Pérez, en 1986, ha devenido en un proyecto que excede con mucho lo meramente gastronómico y a la actividad del establecimiento que hoy ostenta tres estrellas Michelin. Más de 30 años después del inicio de esa aventura, Atrio es también un hotel exquisito, asociado al eminente sello Relais & Châteaux, que en el último año ha sumado las instalaciones de la Casa Palacio Paredes-Saavedra, un nuevo alojamiento de diseño extraordinario. Y también una fundación abocada a iniciativas culturales y formativas, que tiene la vocación de salvaguardar el patrimonio arquitectónico de Cáceres y dinamizar la escena artística y cultural de la ciudad. Los cuatro palacios que ha adquirido y restaurado el tándem Polo-Pérez en el casco histórico de la ciudad extremeña han permitido, por fin, desdoblar la oferta gastronómica en un restaurante de espíritu informal y precio más asequible, Torre de Sande, alojado en una casa señorial del siglo XIV vecina del propio Atrio.
[caption id="attachment_4727" align="alignnone" width="773"] José Polo en el hall del hotel-restaurante Atrio. Al fondo, obras de la artista portuguesa Helena Almeida y Antonio Saura, de su propia colección.[/caption]
La notable colección de arte moderno –que incluye obras de Warhol, Tàpies, Baselitz, Saura y Sean Scully, entre otros artistas– expuesta en todos estos espacios confirma que Atrio, más que un destino gastronómico, es un principio vital. Que comprende todo aquello que sus mentores han emprendido y desarrollado. Una forma de entender la vida, signada por el hedonismo y la voluntad de compartir, que se percibe en todos los detalles: en los contrastes sutiles de la cocina de Toño, en la académica bodega que ha construido José Polo a lo largo de más de tres décadas, en la calidez del trato que distingue al servicio del restaurante, en los cuadros que adornan las habitaciones, en el diseño del mobiliario y la arquitectura limpia y austera de los espacios. La impronta personal de sus propietarios es lo que hace de Atrio un destino único. La clave de la alquimia de felicidad y placer que constituye Atrio como experiencia. Y que resulta imposible de clonar.
El componente emocional que diferencia a Atrio en el contexto de la alta gastronomía vernácula tiene su raíz en el impulso que llevó a Toño Pérez y José Polo a abrir las puertas de su restaurante, con una propuesta más que audaz en el yermo panorama gastronómico extremeño de los años 80. “Cuando empezamos a viajar por el mundo descubrimos el placer y la felicidad que deparaban los buenos restaurantes: la comida, el vino, el trato, el ambiente… Quisimos reproducir todo lo que nos gustaba en un establecimiento propio, en nuestra ciudad, pero éramos muy jóvenes y no teníamos la formación ni la experiencia para llevar a cabo nuestro sueño”, reconoce Polo.
[caption id="attachment_4728" align="alignnone" width="768"] A la izda., una de las estancias del comedor del restaurante. La obra que luce es una fotografía del alemán Thomas Demand: silla, mesa y banco de una sucursal de Kentucky Fried Chicken. A su lado, detalle de la bodega de Atrio, que alberga cerca de 4.500 referencias de vinos del mundo.[/caption]
Cuando se conocieron e iniciaron su relación, los socios de Atrio tenían apenas 16 años y jamás habían contemplado su futuro en el sector de la restauración. Las diferencias entre los dos jóvenes tampoco presagiaban un proyecto común. “Toño era un chico tímido, que apenas hablaba; estaba enrolado en el Opus Dei y quería estudiar Bellas Artes. Yo militaba en la Juventud Comunista y pensaba matricularme en Filosofía”, puntualiza Polo. Tras cumplir con el servicio militar, los amigos se hicieron cargo del obrador de pastelería que regentaba la familia de Pérez. “Lo hicimos para estar juntos, aunque acabamos revolucionando el negocio”, reconoce el cocinero.
Con este único antecedente en el universo de las cosas del comer y la idea de montar el restaurante propio rondando vagamente en sus cabezas, los futuros dueños de Atrio aprovecharon la oportunidad de un crédito que se otorgaba a nuevos emprendimientos con fondos de la Unión Europea. “Nos enteramos el día que cerraba la convocatoria, pero conseguimos presentar el proyecto y que nos lo aprobaran”, cuenta José Polo.
Así, con un capital de dos millones de pesetas, sin conocimiento ni formación pero un amplio bagaje emocional, Pérez y Polo pudieron abrir el primer Atrio. Un restaurante y ‘salón de té’ singular. “El único sitio ‘viajado’ de la ciudad, con una decoración distinta, tapices, una vajilla especial… –recuerda Pérez–. Como no teníamos experiencia, escogimos los papeles que mejor se adaptaban a nuestra personalidad. Yo me refugié en la cocina porque era tímido e introvertido; José, en la sala, aprovechando su capacidad para socializar y seducir a los clientes. El único profesional era el chef que contratamos, Juan González”.