La cita era a las 10 de la mañana, antes de que el húmedo verano de Nueva York desatara su furia sobre la ciudad.
Art Kane llevaba semanas, meses, preparando el sueño de reunir a muchas de las
luminarias del jazz de la época en el barrio en que muchos habían nacido o desarrollaban su arte en los numerosos garitos que sembraban la zona. Junto con su mujer, Mona Hinton, había contactado con todos los que permanecían en la ciudad a través de sus agentes, las casas de discos, los clubes nocturnos y cualquier otro medio imaginable a su alcance. Y todos se habían comprometido a estar puntuales a las 10 en punto. Claro que hubo que reiterar, una y otra vez, que la cita era de día.
Art Kane, nacido Kanofsky en Nueva York, en 1925, estudió con Brodovitch en The New School, con compañeros fotógrafos del calibre de Richard Avedon, Irving Penn o Diane Arbus. Después de regresar de los combates de la Segunda Guerra Mundial, fue diseñador gráfico en Esquire y jefe de diseño en Seventeen, el director de arte más joven de los EE UU, con 26 años. Pero su pasión siempre fue la fotografía, y en 1958, en su primer trabajo para Esquire, aquilató una de las imágenes emblemáticas de la segunda mitad del siglo XX. “Harlem, 1958” le convirtió en una celebridad, y en los 60 y 70 pudo desarrollar una línea de retratos conceptuales que reunió a grandes estrellas musicales de la época, como
The Rolling Stones, The Who, Janis Joplin, Jim Morrison, Aretha Franklin o Bob Dylan.
Miguel Polo
Obsesivamente meticuloso, Art Kane podía tardar semanas en concebir, y minutos en realizar, cada retrato, muchos de los cuales permanecen como iconos de unos artistas que definieron aquel tiempo efervescente y turbulento. Sin embargo, en los 80 comenzaron sus discrepancias con la industria musical y editorial, según recuerda su hijo,
Jonathan Kane, que asistió al progresivo derrumbe de un artista de la imagen que acabaría suicidándose en 1995. “Pero sus imágenes son inmortales”, concluye Jonathan.
Durante semanas, Kane –que contaba entonces 33 años y enfrentaba el primer encargo de su carrera como fotógrafo para la revista Esquire tras haberse labrado una prestigiosa trayectoria como director de arte– había recorrido las calles de Harlem, por entonces considerado la
“capital cultural de la América Negra”– en busca del lugar donde situar a las imprevisibles estrellas del jazz.
Por fin se decidió por un edificio situado en la 126th Street, entre la Quinta y Madison, que aún hoy se mantiene en buenas condiciones tras la profunda transformación, urbanística y demográfica, experimentada en el barrio en los últimos años. Kane buscaba un edificio corriente, que reflejase la vida cotidiana del barrio en que la música reinaba, donde los aspirantes a estrellas podían encontrar viviendas baratas para compartir con otros músicos, donde incluso florecían asociaciones en las que podían comer y dormir por un precio razonable. Por entonces,
Harlem era la cuna y el escenario del mejor jazz del mundo.
Gentleman
Pero, a pesar de todo, Kane no las tenía todas consigo. La vida bohemia de la mayoría de los artistas, las largas madrugadas tras los conciertos, el verano inclemente que invitaba a disfrutar de las frescas horas de la madrugada, e incluso el hecho de que ninguno de ellos le conociera personalmente, le preocupaban. También por eso había elegido un enclave cercano al metro. Nunca hasta entonces se había intentado una cosa así, y lo que de verdad atrajo a tantos artistas fue la posibilidad de saludarse y departir con otros músicos que poblaban el barrio donde casi todos vivían y coincidían. Era una fiesta insólita que permitía reunir a representantes de épocas diversas del jazz, mostrando la pujanza de una estilo infinito servido por genios que difícilmente llegarán a ser tan numerosos. El caso es que, poco a poco, fueron llegando, en tren o metro, pero demasiado lentamente para Kane, que deseaba aprovechar el mejor momento de luz sobre la fachada.
A great day in Harlem, el ‘gran día en Harlem’ que décadas después titularía un documental fascinante, recogía –gracias al rodaje en Super8 que realizó aquel día de agosto Mona Hinton– la llegada de los músicos, sus saludos, sus risas, su complicidad, ajenos por completo al desesperado fotógrafo que trataba de ordenar todo aquello desde la acera contraria de la calle. El documental incluye también las declaraciones de algunos de los participantes,
recogidas 30 años después de obtener este impagable reflejo de una época de clubes nocturnos, trajes vistosos, sombreros y guantes de señora, martinis y cigarrillos.
A Kane le gustaba describirse como “fotógrafo conceptual”, y su extenso porfolio lo incluye casi todo, desde los retratos de grupos musicales incipientes a las más provocativas campañas de moda, pasando por imágenes surrrealistas de vacas suspendidas en el aire sobre las montañas, e incluyendo invenciones visuales que. si en la época parecían atrevidas, hoy siguen asombrando por su
imaginación y su deslumbrante creatividad. Una de ellas, esta “Harlem, 1958”, se ha reproducido desde entonces en todos los soportes, tamaños y materiales imaginables sin interrupción, hasta convertirse en un icono de la época dorada del jazz, del barrio en que se generaba, del estilo con que se adornaba y de la mejor y más universal cultura popular norteamericana.