Compartimentos secretos… y 20 años de cárcel
Se podría enumerar un vasto catálogo de máquinas destructoras de documentos, pero… ¿y si queremos guardar algo por su valor para el futuro? Alfred Anaya comenzó customizando equipos estéreo en los coches más variopintos. Esos con pintura llena de llamas, colores estridentes, tapicerías imposibles, neveras interiores con todo tipo de artilugios de coctelería. Les dotaba […]
Se podría enumerar un vasto catálogo de máquinas destructoras de documentos, pero… ¿y si queremos guardar algo por su valor para el futuro? Alfred Anaya comenzó customizando equipos estéreo en los coches más variopintos. Esos con pintura llena de llamas, colores estridentes, tapicerías imposibles, neveras interiores con todo tipo de artilugios de coctelería. Les dotaba del toque de glamur necesario para que sus dueños fardaran con un sonido de escándalo sin que los equipos se vieran. Los altavoces los camuflaba en compartimentos interiores para fardar de un sonido atronador que nadie se explicaba de dónde salía.
Su afición no se quedó ahí. Anaya era un creativo perfeccionista, así que comenzó a dar rienda suelta a su imaginación y su habilidad para construir compartimentos invisibles para guardar todo tipo de secretos. Y no sólo eso: las claves para abrir y dominar el escondite fueron cada vez más sofisticadas. Por ejemplo: un compartimento que sólo podía abrirse desde el sillón del conductor mientras se bajaba la ventanilla y a la vez se encendía el aparato de radio y se colocaba la llave del aire acondicionado en una velocidad concreta.
Su fama atravesó la frontera más cercana a los Estados Unidos y más alejada de Dios: México. Las bandas que contrataban sus servicios cruzaban la frontera con cargamentos ilegales burlando las intuiciones más que certeras de los policías de aduana. Pero nada, nunca encontraban nada.
Profesional con garantía
Como perfeccionista, Alfred no tenía precio: su garantía, sin coste adicional alguno, consistía en reparar las piezas in situ si el compartimento alguna vez dejaba de funcionar. Esta profesionalidad cavó su tumba. Obligado a viajar a México, los federales, que algo se sospechaban, pincharon el teléfono de las bandas asiduas al taller mágico de Anaya. En una de esas, obtuvieron el del propio Anaya y de ahí a pillarle y ofrecerle, como en las películas, trato de favor a cambio de cantar, fue todo una.
Alfred, padre de familia y honrado a pesar de un oficio que bordeaba la lógica legal, se negó a colaborar. Ya no había salida para Alfred: o se dejaba caer en manos de los federales (lo que resulta siempre una incógnita) o en manos de las mafias mexicanas… ¿Eligió mal el pobre Alfred? ¿Cómo iba a saber él para qué querían sus clientes esos compartimentos secretos? ¿Cómo iba a imaginarse que esa perfección adquirida con los años en el ocultamiento iba a emplearse para el mal? El FBI y EEUU no perdonan esa ignorancia, aunque la Ley no prohíbe específicamente esta actividad. Alfred ha acabado condenado a 20 años de cárcel. Y desde allí reflexiona con rabia y sin entender su destino.
Con pelos y señales lo cuenta magníficamente Brendan Koerner en la revista por excelencia, Wired, para los que quieran espiar un poco más en profundidad en esta fascinante historia.