Matt Damon, la estrella que nunca quiso serlo
“Desde que puedo recordar, he querido ser actor…”. Así empezaba la carta de solicitud de acceso a Harvard de Matt Damon (Cambridge, Massachusetts, 1970). De una manera menos lírica, sitúa exactamente ese momento a los 13 años. Ahí decidió que quería dedicarse a la interpretación, gracias al departamento de teatro de su colegio y a […]
“Desde que puedo recordar, he querido ser actor…”. Así empezaba la carta de solicitud de acceso a Harvard de Matt Damon (Cambridge, Massachusetts, 1970). De una manera menos lírica, sitúa exactamente ese momento a los 13 años. Ahí decidió que quería dedicarse a la interpretación, gracias al departamento de teatro de su colegio y a un profesor en concreto: “Su nombre era Gerry Speca”.
Tenía 18 años cuando consiguió su primer pequeño papel: era el hermano menor del novio rico de Julia Roberts en Mystic Pizza (1988), una única frase y una langosta. Pero ahí estaba. Y ahí siguió. Fue ascendiendo en la línea de reparto. Hasta conseguir un protagonista destacado en Legítima defensa (1997). Dirigida por Francis Ford Coppola, parecía el salto definitivo para este soñador, con grandes actores a su alrededor (Mickey Rourke, Danny DeVito, Danny Glover), era ese tipo de thriller judicial que levanta carreras. Y un poco lo fue, y lo habría sido más si no hubiera quedado casi sepultado por su siguiente filme, el que ese mismo año le convirtió a él y a su gran amigo Ben Affleck en estrellas de la noche a la mañana: El indomable Will Hunting.
225 millones de dólares recaudados en taquilla, nueve nominaciones a los Oscar, pocas historias empiezan tan arriba como las de Matt Damon (y Affleck). Él estaba nominado como mejor actor, pero perdió frente a Jack Nicholson, a cambio se llevó, junto a Affleck, uno que sabía más dulce, uno que premiaba un trabajo que les había ocupado años: el guion. Subieron a recoger el premio, con sus emocionantes y emocionados veinte y algo años, y sus sonrisas son leyenda de Hollywood. Felicidad pura.
Después de la celebración, de regreso a casa, ya más calmado, miró la estatuilla dorada y tuvo una epifanía, como confesaba recientemente: “Me vi con 83 años, sentado delante del premio y pensando: ‘Oh, no, ¿qué he hecho?’. Mi actitud de agradecimiento fue: ‘Ok, tengo 25 años, no he tenido que acostarme con nadie para ganar esto. Y ya está, sigamos’. Fue un momento muy profundo para mí”.
Un momento crucial
El Oscar no cambió nada dentro de él. Él solo quería seguir siendo actor, simplemente. Pero sí cambió la forma en que le veían desde fuera. Los proyectos y propuestas se acumulaban y él tomó la vía del trabajo duro y el aprendizaje eterno. Trabajar con grandes nombres. No repetirse. No parar. Salvar al soldado Ryan (Steven Spielberg, 1998); Dogma (Kevin Smith, 1999); El talento de Mr. Ripley (Anthony Minghella, 1999); La leyenda de Bagger Vance (Robert Redford, 2000); Descubriendo a Forrester (Gus Van Sant, 2000).
“Mi método fue seguir trabajando. Sentía, y aún siento, que esa es la manera de ser tan bueno como puedas ser –decía hace poco–. Seguir empujándote para hacer cosas que quizá no sean tan agradables. Yo no era caro, y puede que otra gente sí lo fuera y pensaran de una forma más estratégica que impulsiva, yo elegí ser impulsivo. Si me gusta el director, la persona con la que voy a trabajar, lo hago, solo por la experiencia”. El Oscar le dio esa libertad de decisión. Y también admite que el factor suerte jugó un papel decisivo: porque ese método impulsivo, no planeado, no estratégico, sigue funcionando siempre y cuando las películas tengan buenos resultados. Si dejan de tenerlos, quizá el teléfono deje de sonar y poco puedes hacer.
Pero los impulsos e intuiciones de Damon casi siempre fueron acertados. Sus películas funcionaron. Vaya si lo hicieron. El comienzo de este siglo fue su lanzadera definitiva a un nivel de estrella con el que el actor nunca se ha sentido cómodo del todo, aunque parece llevarlo con una envidiable calma. La culpa fue de la saga Ocean’s Eleven y, sobre todo, de Jason Bourne, ese agente desmemoriado que actualizaba el género de espías y le dio otro comodín de paz y tranquilidad en la industria, otra carta de libre elección gracias a las millonarias taquillas (y, además, con buena crítica) que conseguía por el mundo. “Sabía que mientras lo hiciéramos bien, funcionaría. Y esto te da vía libre para hacer otro tipo de cosas, podía coger un papel secundario por aquí, otro pequeño por allá, seguir sin preocuparme por la estrategia”, afirma.
Así se volvió hacia el cine independiente, ese en el que podía seguir explorando y ampliando su talento actoral. Y también se inició en la producción con el objetivo de levantar proyectos medianos y pequeños que la gran maquinaria de Hollywood suele dejar fuera. Además, era su manera de alcanzar el único sueño que le queda por cumplir: dirigir. Dos veces ha estado muy, muy cerca de hacerlo: primero en Promised Land (2012), un guion que escribió con su amigo John Krasinski; y después en Manchester frente al mar (2016). En las dos ocasiones, su experiencia y olfato como productor le llevó a “despedirse a sí mismo”, bromea y ceder la silla de dirección a Gus Van Sant y Kenneth Lonergan respectivamente, convencido de que lo harían mejor.
El trabajo por delante
En estas tres décadas como actor, dos en la cima del cine, Matt Damon solo ha tenido un momento de crisis existencial, de plantearse de nuevo si su trabajo era algo con valor o “algo estúpido”. Fue hace unos años, en el único tiempo que se ha tomado para dedicárselo a su padre y su familia. En su regreso, en Le Mans ’66 (2019) le costó encontrar de nuevo las razones por las que siempre había querido actuar. Y lo redescubrió viendo a Christian Bale a su lado. “Contamos historias a la gente, y eso es lo más humano que puede existir. Y si vas a contarles historias, más vale que las cuentes bien”, dice.
El último año es una demostración de ese leitmotiv, buenas historias bien contadas. Primero estrenó Cuestión de sangre (2021), de Tom McCarthy, con pase glamuroso por Cannes incluido, uno de sus mejores papeles hasta ahora, aunque no tuviera el reconocimiento masivo que merecía. Y después El último duelo (2021) reencuentro delante y detrás de la cámara (en el guion y la producción) con su amigo del alma, Ben Affleck. Este verano vuelve a la saga Thor, con un nuevo cameo que ya gustó mucho en la anterior y dejan ver ese buen humor que tiene Damon, capaz de reírse de sí mismo.
Dicen de él que no sabe ser famoso. Él afirma que nunca quiso el foco sobre él, solo sobre su trabajo. Gene Hackman siempre fue su gran referente. Y cuando el propio Hackman le escribió para alabarle por su trabajo en ¡El soplón! (2009) otra pieza encajó en su carrera. Sin redes sociales, sin interés para los paparazzis por una vida familiar estable y tranquila, Damon es la cara amable y agradable de Hollywood, adjetivos que le hacen sonreír y algo le ofenden, porque no quiere ser ni nunca ha sido solo “el chico bueno” en pantalla. Quiere ser todo. Y, por suerte, aún puede elegir, aunque diga, medio en broma, medio en serio, que muchos guiones le llegan después de haber sido rechazados por Brad Pitt, Tom Cruise o DiCaprio. Él sigue bien arriba en la lista de estrellas. Aunque no quiera serlo, aunque no sepa serlo. Él solo es actor. Y productor. Y guionista. Y, algún día, director.