Carmen Posadas, una historia (real) de espías

Carmen Posadas, una historia (real) de espías

No es ajena Carmen posadas (Montevideo, Uruguay, 1953) a las historias de espías. La casona en la que, aún adolescente, vivió en Moscú con su familia y su padre, diplomático, estaba repleta de micrófonos tan evidentes que a veces eran los moradores quienes escuchaban a sus vigilantes; y ella misma, ya en Madrid y casada […]

No es ajena Carmen posadas (Montevideo, Uruguay, 1953) a las historias de espías. La casona en la que, aún adolescente, vivió en Moscú con su familia y su padre, diplomático, estaba repleta de micrófonos tan evidentes que a veces eran los moradores quienes escuchaban a sus vigilantes; y ella misma, ya en Madrid y casada con Mariano Rubio –entonces gobernador del Banco de España–, tiene la certeza de haber sido espiada en esos momentos convulsos de la historia de España, en los años 90, en los que abundaban las intrigas y los dosieres circulaban amenazantes dispuestos a arruinar carreras.

Consecuencia lógica o no, su último libro –de una larga lista que incluye literatura infantil primero, una docena de novelas traducidas a más de 30 idiomas después, guiones de cine y televisión y muy variados premios y reconocimientos– lleva por título Licencia para espiar (editorial Espasa) y es un ejercicio literario entre el ensayo y la novela que repasa la figura de las mujeres que se dedicaron de una u otra forma a este oficio, desde la bíblica Rahab, cuya intervención fue decisiva para conquistar la Tierra Prometida, hasta la Malinche del imperio azteca, la inevitable y mítica Mata-Hari o Caridad Mercader, decisiva en la participación de su hijo en el asesinato de León Trotski.

¿Es cierto que los espías rusos simulaban ruidos de fantasmas en su casa?

La obsesión que tenían los rusos era que los hombres se divorciaran de sus mujeres porque así les colocaban una espía. Tenían diferentes métodos para que las mujeres se fueran. Sabían que mi madre era muy esotérica y que le gustaba ese tipo de cosas, y el truco que utilizaban con ella fue, primero, hacernos creer que la casa estaba embrujada, que lo parecía, porque era antigua, gótica, y tenía un chimenea inmensa en la que, según la leyenda, el dueño de la casa había quemado a su mujer después de descuartizarla. Un día que mi padre estaba fuera, mi madre empieza a oír una voz suplicando, “no, por favor, Sasha, no lo hagas”. Cuando ya estaba a punto de coger un avión, recapacitó y dijo, “pero estos espíritus deberían hablar ruso, no español”. Y no se fue. Pero las mujeres de otros diplomáticos sí se largaban, y al cabo de un tiempo, al marido abandonado lo veías muy contento con una Irina, una Tatiana…

Después de este repaso a la vida de varias espías de la historia, ¿qué diría usted que tienen en común? ¿qué las movía?

Lo que todas tienen en común es que no hay nada en común. Hay mujeres altruistas y patriotas, otras que lo hacían por dinero, otras que era malas, malísimas y otras que eran buenas, buenísimas. No se puede hacer un retrato robot de una espía. Las únicas cualidades comunes que debe tener es ser muy observadora, tener muy buena memoria y tener arrojo y valentía, porque es una profesión muy arriesgada.

Se ha entrevistado con espías para acabar el libro. ¿Se encontró usted lo que esperaba?

El libro es cronológico, empezamos en 3.400 años antes de Cristo en la Biblia y llegamos hasta nuestros días, así que quería acabar con un testimonio de espías en activo. Me costó bastante, pero una aceptó. Me cité con ella en una cafetería del extrarradio y llegué convencida de que iba a averiguar inmediatamente quién era. Pues la última persona que yo hubiera pensado era esta señora, y se lo dije, y me dijo “es que soy muy buena espía”.

¿Por qué escribe?

Primero, yo me he ahorrado muchísimo dinero en psicoanálisis dedicándome a la literatura, porque yo soy una persona bastante torturada, y por ejemplo, si alguien me cae mal, lo pongo en un libro y lo mato, y me quedo como nueva. Hacer esa catarsis me hubiera costado horas y horas de psicoanálisis.

Y de cárcel…

Y de cárcel posiblemente (risas). Eso ayuda mucho. Después, soy bastante introvertida y me cuesta mucho comunicarme, para mí es mucho más fácil escribir que hablar. Y la tercera razón es que no sé hacer otra cosa en la vida; para el resto de las cosas soy una nulidad.

Con poco más de 20 años, casada y con dos hijas y una posición acomodada, reconoce usted que vivió una especie de “crisis existencial”. ¿Temía quedarse atrapada en una especie de jaula de oro?

Yo lo llamaba una vidita. Una vidita es que, bueno, tienes unas niñas monísimas, tienes una casa estupenda, tienes un jardín, juegas al golf, veraneas no sé dónde, tienes muchos amigos… Eso para mí es una vidita. Y entonces hice todo lo posible por salir de ahí.

Da la sensación de que gran parte de su biografía está marcada por un deseo de rebelarse contra ese destino.

Sí, es así. Lo que pasa es que yo todo en la vida lo he hecho al revés. La gente primero estudia, luego trabaja y luego se casa. Yo me empecé casando. Con veintipoquísmos años, con una hija en la guardería y otra en el colegio, me dije: “¿Qué quieres hacer con el resto de tu vida, Carmen, dedicarte a hacer tartas de manzana y ser madre perfecta y esposa ideal o te gustaría hacer algo más?”.

¿Cuándo decidió que ese algo sería escribir?

Casi enseguida. Cuando nació mi segunda hija yo tenía 24. Y me apunté a un taller de escritura, que entonces apenas existían. Es verdad que yo siempre he sido una gran lectora, toda la vida. Y empecé a escribir, primero para niños, pensando que era más fácil y que estaba más a mi altura, porque como yo no había ido a la universidad pensaba que escribir me quedaba un poco grande. Y tuve suerte porque enseguida me dieron un premio, del Ministerio de Cultura al mejor libro infantil en 1984, y ya me dio mucho ánimo para seguir escribiendo. Pero tardé bastante en escribir para mayores porque me daba mucho miedo.

¿El Premio Planeta (1998, por 'Pequeñas infamias') es de esas cosas que despejan dudas?

Sí, fue un antes y un después. Antes de casarme con Mariano (Rubio) ya había tenido ese premio nacional de literatura infantil y alguno más, estaba traducida a cuatro o cinco idiomas, pero el gran salto, digamos, fue después del Planeta. Así que le estoy muy agradecida.

Hay literatura de más fácil lectura y venta que tiene peor prensa, como si fuera de peor calidad. Y hay otra, más difícil y a veces impopular, mejor considerada. ¿Qué se le debe pedir a un libro para considerarlo bueno: entretenimiento, calidad literaria…?

Hay autores que interesan a un público muy exquisito, pero con los que se aburre el público general; y otros escritores que solo interesan a un público popular y a los que los exquisitos le hacen fu. Hay muy pocos escritores capaces de interesar a ambos públicos. Yo, cuando me planteé qué tipo de escritora quería ser, me puse como modelo Dickens, porque consigue interesar a esos dos tipos de públicos. Era un escritor de un éxito clamoroso; llegaban sus novelas al puerto de Nueva York y la gente estaba esperando a ver qué pasaba con Oliver Twist, pero también interesaba a los lectores más literarios. Yo he hecho una apuesta por ese tipo de literatura.

Le iba a preguntar precisamente quién cree que la lee a usted.

Creo que el gran público… A veces la portada condiciona lo que el lector cree que va a encontrar. Si publicaras Dublineses, de Joyce, con una portada fosforito, la gente pensaría que es un cuento light, y viceversa. Hay editoriales muy literarias que publican pestiños atroces, pero, como están en ese envoltorio, la gente cree que lee alta literatura. Hay que saber discernir. Yo escribo en una editorial de gran público, entonces me colocan en ese nicho.

¿Y qué lee usted?

Yo leo absolutamente todo lo que cae en mis manos. Soy de ese tipo de personas que si no tiene nada que leer se lee los prospectos de las medicinas, o la guía de teléfonos cuando existía. Leo todo menos ciencia ficción, que me aburre mucho, y, con esto voy a quedar fatal, tampoco leo poesía, me aburre bastante. Salvo las cosas muy muy escogidas, creo que en la poesía, y sobre todo en la poesía actual, hay mucho camelo.

En un artículo que usted titulaba 'Hallazgos de la Edad Tardía' confiesa que en este momento de su vida aspira al sosiego, a la paz, a la templanza. ¿Objetivo conseguido?

Sí. Lo que pasa es que esto no se lo puedes decir a nadie joven. Tú dices “¿qué es mejor, la pasión o la ternura?”; los jóvenes dicen “pasión”, obviamente. Pero con los años vas aprendiendo que la ternura tiene partes maravillosas que no tiene la pasión. Es la misma diferencia que hay entre un gin-tonic y un chute de heroína; pues yo estoy para el gin-tonic.

Como verá, algunas preguntas están inspiradas en lo que deja escrito. ¿Se cuida de escribir o no según qué cosas?

Ahora ya no, pero cuando empezaba, muchísimo. Yo adoraba a mi padre, y mi padre era un gran lector, de ese tipo de personas que aprende ruso para leer a Tolstói y griego para leer a Homero; y siempre dijo que después de lo que habían escrito Shakespeare y Cervantes no había nada que añadir. Así que, que la nena quisiera ser escritora era como una profanación del territorio de mi padre. Entonces, cada vez que escribía algo, mi primer pensamiento era “qué pensará papá”. Y uno de mis profesores de escritura creativa me dijo, tras leer uno de mis cuentos, “Carmen, tú escribes muy bien, pero como no metas aquí un incesto, unas cuantas palabrotas, un sexo salvaje, nunca vas a ser escritora”. Me fui a mi casa y escribí un cuento con esos ingredientes… y funcionó.

Imagine que se olvidan de usted. ¿Qué obra suya mostraría para decir “soy escritora y esto es lo que sé hacer”?

Por romanticismo, daría a leer mi primera novela, Cinco moscas azules, a la que le tengo mucho cariño, porque tardé bastante en escribir novela. Aunque antes sí había escrito una novela rosa con seudónimo. Yo había tenido bastante éxito con otro tipo de libros, como ensayos entre humorísticos y sociológicos, Yuppies, jet set, la movida y otras especies o El síndrome de Rebeca. Y una editorial me propuso escribir una novela rosa, y le dije “¿qué quieres, que arruine mi reputación, con lo que me está costando?”. Y me dijo “no, publícala con seudónimo”. Y me pareció una ocasión buenísima, porque el seudónimo te da mucha impunidad. Y publiqué una novela con todos los ingredientes, tópicos y lugares comunes de la novela rosa y me vino muy bien, porque fue un campo de pruebas muy bueno.

¿Ha evolucionado mucho la Carmen Posadas escritora desde entonces?

Hay cosas en las que mejoras y cosas en las que empeoras. La primeras novelas eran más literarias y tenían más ambición, ahora tengo mucho más oficio y me cuesta menos, antes era un sufrimiento horrendo.

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