Chillida Leku, donde el arte convive con el paisaje vasco

Chillida Leku, donde el arte convive con el paisaje vasco

Que el espacio Chillida Leku se viera obligado a permanecer cerrado durante años suponía algo así como una injusticia incomprensible, hiriente incluso para los amantes del arte. Un desperdicio tan inexplicable que, de hecho, sigue siendo aún difícil de comprender. Ni el dinero, ni la crisis, ni las negociaciones fallidas parecían razones suficientes para mantener confinada –valga […]

Que el espacio Chillida Leku se viera obligado a permanecer cerrado durante años suponía algo así como una injusticia incomprensible, hiriente incluso para los amantes del arte. Un desperdicio tan inexplicable que, de hecho, sigue siendo aún difícil de comprender. Ni el dinero, ni la crisis, ni las negociaciones fallidas parecían razones suficientes para mantener confinada –valga ahora más que nunca el término–, accesible solo a visitas con reserva previa o por asistencia a eventos, la mayor colección de obras de Eduardo Chillida, uno de los escultores más importantes del siglo XX, reunida en un espacio único, de 11 hectáreas de naturaleza en pleno y exuberante paisaje vasco. 

Pero bueno, eso pasó. Nadie ahora en Chillida Leku siente la necesidad de mirar atrás. Un acuerdo entre la familia del escultor y los poderosa galería Hauser & Wirth, uno de los actores internacionales más importantes en el mundo del arte, permitió que el centro –’El lugar de Chillida’, en castellano– reabriera por fin sus puertas el 17 de abril de 2019. Así que el primer aniversario se celebró en un confinamiento literal que, sin embargo, no mitiga el optimismo por lo conseguido y por lo que el futuro depara: en ese primer los visitantes fueron más de 80.000 –“lo que ha superado las expectativas”, según afirma a GENTLEMAN Mireia Massagué, la directora– y todo indica que la vuelta a la ‘nueva normalidad’ será menos farragosa en un espacio tan abierto. 

Caserío de Zabalaga, siglo XVI.

Cuenta Massagué que Eduardo Chillida no concibió este lugar como un museo, ni siquiera como un espacio de exposiciones, que fueron su obra y los años los que acabaron por moldearlo. Tuvo que ver con la muerte del marchante de arte Aimé Maeght en 1981, tras tres décadas como galerista del escultor, quien hasta entonces enviaba al francés y a sus espaciosos almacenes cada obra que hacía. Tras su desaparición, Chillida, ya artista consagrado, y ante la certeza de la imposibilidad de repetir un vínculo tan estrecho, decidió trabajar con galeristas diversos, sin compromisos duraderos, y mientras tanto buscar un lugar para situar sus obras.

Lo encontró en las afueras de Hernani, a apenas 15 minutos en coche de San Sebastián: una gran finca con un caserío del siglo XVI, entonces casi derruido, que se convirtió en su proyecto de vida junto a su mujer, Pilar Belzunce. Y en un anhelo cumplido: “Un día soñé una utopía –contó Chillida en una ocasión–: encontrar un espacio donde pudieran descansar mis esculturas y la gente caminara entre ellas como por un bosque”. 

Efectivamente, las esculturas fueron poblando poco a poco la campa situada frente al caserío, destinada en su día a pasto para rebaños, y también, diseminadas en la zona boscosa trasera. Hayas, robles y magnolias comenzaron a convivir con la obra del artista, visitada entonces por coleccionistas, galeristas y amigos, hasta que devino, casi como una evolución natural, en el museo Chillida Leku, que abrió por primera vez sus puertas en el año 2000, dos años antes del fallecimiento del matrimonio.

Ahora, son 40 las monumentales obras de acero y granitos expuestas en el exterior, en perfecto diálogo con el entorno. Otras 90 –la cantidad depende de la exposición del momento–, más menudas, reposan en el caserío, bautizado como Zabalaga, entre ellas un conjunto de esculturas dedicado a la serie Peine del Viento, cuya pieza central es el emblemático conjunto monumental público situado junto al mar en las estribaciones de San Sebastián. Podría decirse que hasta el propio caserío forma parte del patrimonio artístico de Chillida, que se enfrentó a su rehabilitación como si de una escultura se tratara. Si el exterior mantiene su aspecto tradicional, con el entramado de madera, los muros del interior alternan mampostería y sillería como fruto de un proceso concebido con un doble propósito: introducir espacio en el interior y, a la vez, preservar su identidad. 

Tras esa particular travesía del desierto, entre enero de 2011, cuando las pérdidas económicas obligaron a cerrar, y la reapertura hace año y medio, el museo ha emprendido una necesaria reforma para adaptarse al siglo XXI. La filosofía, por supuesto, se mantiene, esa que Mireia Massagué resume en el sentimiento que expresaba Chillida cuando se identificaba “con un árbol con los pies en el suelo, en su tierra, como las raíces, y los brazos, como las ramas, extendidos al mundo”. Conserva también su especial distribución, reforzada ahora más si cabe por la vocación de respeto al medio ambiente y al entorno que siempre inspiraron el centro. Los cambios se han dirigido a la experiencia del visitante, mejorando la accesibilidad, la recepción o la posibilidad de interactuar con las obras y, sobre todo, con la reforma de la tienda y la reapertura del Lurra Café, con una gastronomía elaborada con productos de la zona.

Esertoki III (Acero corten,1992).

No es una casualidad. La vinculación del Chillida Leku con su tierra es una apuesta firme, respetuosa con esos pies-raíces del escultor que arraigaron en este terreno. Lógico que el museo disponga de un abono anual, ideado para un espacio que merece ser disfrutado más de una vez. “El contacto con lo local es básico para nosotros –dice la directora–, y una forma de estar conectado también a nivel internacional”. Como las ramas del árbol evocado por Chillida. 

El acuerdo con la galería Hauser & Wirth, que se convierte en patrocinador a cambio de representar en exclusiva la obra del artista, ha permitido así a Chillida Leku integrarse en un nuevo eje cultural surgido en el norte de España del que forman parte en Bilbao, el Guggenheim y el Bellas Artes –que ha encargado a Norman Foster una ambiciosa ampliación–; el Centro Botín de Santander; el museo Balenciaga de Getaria o el espacio Tabacalera de San Sebastián. “Es una noticia fantástica. Lo que antes era un corredor gastronómico se ha convertido en un corredor de arte”, explica la directora del Chillida Leku que, de hecho, ha firmado acuerdos con algunos de estos museos para ofrecer entradas conjuntas. 

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